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Sumbudrule (o el señor de la segunda fila)

* Por Ernesto Tenembaum. Cada cual puede elegir el detalle que quiera ya que nunca jamás hubo tanta libertad de prensa como ahora.

Uno puede, por ejemplo, poner la lupa en la euforia del vicepresidente. Y no sería un hecho menor. Un juez consideró que había elementos suficientes de sospecha como para allanar una de sus propiedades en un caso de corrupción. Y en pocos días, al juez lo limpiaron y también al jefe de los fiscales. Entonces el hombre sube al palco, hace la v de la victoria y se pavonea. Y la juventud maravillosa aplaude. Es, realmente, un día feliz.

Pero no es el detalle que más me interesó.

Uno puede enfocar sobre la líder de las Madres, cuando se abraza con el vice de Puerto Madero, y recordar que poco tiempo atrás, o sea, si el acto se hubiera realizado, digamos, hace un año y medio, en ese mismo lugar hubiera estado Sergio Schoklender –y la juventud también lo hubiera ovacionado– y preguntarse si no se estará equivocando una vez más.

Pero tampoco.

Uno puede sorprenderse por la creciente popularidad, dentro de la juventud maravillosa, de ese supersecretario, que tendrá virtudes y defectos como todo el mundo, pero que hizo estragos en el Indec, y no sólo estragos con la destrucción de las estadísticas, sino con la persecución directa de laburantes honestos y valientes, y que en sus últimas aventuras acordó con los integrantes de la barra de River –el que no está acusado de asesinato o de aprietes mafiosos es una excepción– que cuelguen una bandera contra Clarín.

Pero eso ya no es noticia. El hombre es un líder de la juventud. Y al que no le guste, tatata.

Uno puede destacar que esa tarde, el relator del Pueblo promocionaba el acto –era el mismo que en los noventa ya se sabe qué, o que en la dictadura tal otra cosa–, o que en los días previos, volvió a la televisión pública un dirigente que, cada vez que hay un problema serio, se lo atribuye al sionismo internacional. Uno puede decir que el poder es así, versátil, elástico, flexible, policromático y que lo importante, lo realmente importante, es que el pueblo sea feliz, y como lo es, realmente lo es, y si no miren el 54 por ciento, a llorar a la iglesia Catedral. O explicar que estamos como estamos justamente porque el poder es así, o explicar que también estaban Sabbatella y Baradel en medio de tantos abrazos, o volver a sorprenderse porque los jóvenes maravillosos e idealistas aplaudan a alguna gente, o reparar en la presencia fugaz del poderosísimo ministro que miró para otro lado (¿miró para otro lado?) cuando llegaban las advertencias sobre la tragedia del Sarmiento o cuando los de Repsol se la llevaban, o destacar la cantidad de gente, la solidez del proyecto, la clarividencia de su conductora. Uno puede también decir que estamos en 1810 y que San Martín y Belgrano no tuvieron menos contradicciones que Néstor, Cristina y Julio o que todo esto es puro cotillón, distracciones mientras lo importante pasa en otra parte.

En fin, que la libertad es libre.

A mí, de todo esto, lo que me impresionó es la segunda fila de palco, y un asiento en particular. Fue difícil ubicarlo al principio. Uno miraba para ver si estaba o no. Y no aparecía por ninguna parte. Hasta que, entre muchas otras cabezas, apareció la suya. Tenía como un rictus, o habrán sido los prejuicios de quien lo sabía incómodo. Si uno lo mira con cierta mala voluntad –que es, como se sabe, lo que sobra en esta columna– podría llegar a la conclusión de que la conductora tiene, cómo decirlo sin ofender, cierto dejo de sadismo. O sea, lo invitó, lo que es un decir: le ordenó que fuera. Lo ubicó en un lugar visible, pero detrás de su vicegobernador, mucho más destacado, justo detrás de la única oradora. O sea: te invitamos para hacerte sentir lo poquito que te respetamos, todo lo que te odiamos, lo evidente que es la decisión de humillarte en público que tenemos. Encima, entre las decenas de miles de personas que lo rodeaban a él, que estaba solito ahí, seguramente no hay una sola que lo quiera. Todos los que aplaudían a Moreno, a Boudou, a De Vido, o hubieran aplaudido hace un tiempito a Schoklender, o antes a Cobos y –quien les dice– a Eskenazi o Cirigliano, la burguesía nacional, ven en ese señor, de la segunda fila, a un enemigo, al que tienen que desbancar.

El señor de la segunda fila es una gran incógnita. Dicen que deja que le hagan de todo esperando pacientemente para dar el zarpazo en el momento justo, que prepara la estocada mortal sibilina, minuciosa y cuidadosamente. Dicen que jamás lo dará porque no está en su naturaleza: es lo que es en la vida porque sabe esperar las cosas que llegan o no, pero no va a buscarlas. Dicen que tiene los meses, los días, las horas contadas. Que la Jefa le bajó el pulgar y ya se sabe lo que pasa cuando pasa eso (¿se sabe realmente lo que pasa?). Dicen que el año que viene, si las cosas siguen tan mal, sería capaz de reflotar una idea cordobesa y armar una lista propia encabezada por su señora esposa. Dicen que, si le bajan el pulgar de arriba, como es evidente que se lo quieren bajar, se irá mansito a su casa, aceptando que la vida es una burla cruel, dicen que al final todo se reducirá a un pacto, un revival del Cámpora al Gobierno, Perón al Poder, pero con otros nombres. Dicen que eso no está en la naturaleza de nadie y que él lo sabe, y que es sólo cuestión de tiempo para que muestre los dientes que viene afilando hace mucho. Dicen que lo de los dientes es un mito, que no tiene, que es una expectativa vana de los enemigos del gobierno nacional, que se esperanzan en esos colmillos inexistentes, como en otros tiempos lo hicieron con otras fantasías: Cobos, Duhalde, De Narváez y tantos otros.

¿¿¿Y él??? ¿¿¿Qué dice él??? –es lo que le preguntan con ansias los que esperan que diga algo.

Y nada. Parece que el señor de la Segunda Fila no dice nada. Enmudece ante cada sondeo.

Acepta ir a la Segunda Fila, detrás del vicegobernador, a ese estadio repleto de gente que lo odia. Va en silencio, vuelve en silencio. Llegó lejos así en la vida. Mucho más que todos, absolutamente todos los que estaban allí, menos una.

No me digan que no les sorprende tanto aguante, tanto estoicismo, tanto budismo zen. Le pintan la cara, le hacen sumbudrule, lo ningunean.

De un material extraño está hecho ese hombre, el de la segunda fila.

Como si pudiera aguantar todo.

En un país de personas intensas, de tonos admonitorios, de amenazas, el tipo es un capo en eso de silbar bajito.

Pelele, le dicen unos. Gran estratega, se ilusionan otros.

Quizá no sea ni una cosa ni la otra, o las dos al mismo tiempo o, apenas, una gran confusión, un mero depósito de expectativas y odios ajenos con los que no tiene nada que ver.

O quizá nada de esto importe, en un país donde la felicidad se cuela por todos los rincones, especialmente en ese acto glorioso donde la juventud maravillosa aplaude a sus líderes que hicieron la revolución en 1810, y no se los puede criticar por no haberla hecho un par de meses antes.

Es que la historia no se escribe de manera lineal sino sinuosa.

Que va, que viene, que da vueltas en el momento menos pensado, y los patriotas se transforman en mercachifles, los mercachifles en patriotas.

Así son las cosas.

Re-sinuosas.

Si lo sabrá el señor de la segunda fila.