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Se importa cada vez más gas

En diciembre de este año se cumplirá una década desde que el país dejó atrás la ley de Convertibilidad, que imponía un tipo de cambio rígido y cuyos efectos -además de haber controlado la inflación- aún están en discusión respecto de la llamada economía real, la de la producción.

Si algo está fuera de polémicas es que la traumática salida del uno a uno -no hubo una desregulación monetaria por etapas sino por estallido- significó sumir en una profunda distorsión de precios a las empresas públicas y privadas proveedoras de servicios, así como a todos los sectores vinculados con los monopolios naturales.

La producción de gas natural, su transporte y distribución es uno de esos casos. Con un agregado: se trata del combustible más importante para la Argentina si se considera -además de su consumo industrial- su lugar clave para la matriz energética del país. Más del 60% de la electricidad habitualmente proviene de quemar esa fuente no renovable. (Y casi todo el transporte urbano liviano de mercaderías y pasajeros por coche y utilitarios usa GNC).

Poco tiempo pasó para que costos de producción, transporte y distribución del gas natural quedaran mucho más arriba que las tarifas. La solución fue crear subsidios estatales, que funcionen como compensaciones, para no afectar los consumos residenciales.

Durante esta última década el gas natural por redes ha sido extremadamente barato para los hogares, y por eso el consumo se ha incrementado más que la curva de crecimiento vegetativo.

La política oficial frente al problema ha sido además de voluble, falta de objetivos claros. Es que el gobierno nacional se ha rendido ante cada queja de la opinión pública, al preferir la popularidad a la racionalidad.

Cada intento del gobierno nacional por poner algún tipo de penalización por alto consumo (como el PURE) tropezó con una ola de protestas en las que el remedio fue -otra vez- subsidiar.

La última experiencia fallida de la administración central fue la de pretender cobrar un cargo extra por el gas importado (la Argentina, hace diez años, exportaba gas).

Como el instrumento ideado para tomar la medida fue endeble desde el punto de vista jurídico (no se pasó por el Congreso), las organizaciones de usuarios encontraron la manera de esquivar, mediante amparos, el aumento.

La ecuación económica creada es peligrosa: las tarifas no pagan ni la producción, ni el transporte ni la distribución del gas. El Estado se hace cargo de la diferencia porque tiene los recursos necesarios para ello, con cifras multimillonarias. Pero lo peor es que la deficiencia del sistema (y la falta de incentivos a la inversión) han hecho que se compre gas tanto desde Bolivia como de otros Estados bastante más alejados, que lo licúan embarcan y venden (con el consiguiente sobrecosto) como Venezuela, Trinidad y Tobago, Qatar y Argelia.

Crece la dependencia del combustible importado -durante los meses de invierno- a niveles inéditos. El gobierno nacional y la mayoría de la opinión pública coinciden en la forma de proceder ante el problema: ocultándolo.