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Río y su guerra de nunca acabar

Entre el final de la noche del miércoles y las cuatro de la tarde de ayer, al menos otros 21 vehículos –entre ellos once autobuses– fueron incendiados en Río. La Policía Militar, contando con tanquetas cedidas por la Marina y armamento ofrecido por el Ejército, armó un cerco a la violenta favela de Vila Cruzeiro, en la zona norte.

Entre el final de la noche del miércoles y las cuatro de la tarde de ayer, al menos otros 21 vehículos –entre ellos once autobuses– fueron incendiados en Río. La Policía Militar, contando con tanquetas cedidas por la Marina y armamento ofrecido por el Ejército, armó un cerco a la violenta favela de Vila Cruzeiro, en la zona norte. El enfrentamiento con los narcotraficantes se inició con un intenso tiroteo poco antes de la una de la tarde. Los tiroteos seguían incesantes cuando ya habían pasado más de tres horas y media. Parte de los enfrentamientos eran transmitidos por la televisión, como en una auténtica cobertura de guerra. Mientras, otros ataques ocurrían en distintas zonas de la ciudad. Entre el viernes de la semana pasada y la tarde de ayer, los muertos eran por lo menos 34.

A estas alturas, ya no vale la pena mantener la contabilidad de daños causados por los ataques del narcotráfico a la población de Río. Los datos quedan obsoletos en el mismo instante en que son confirmados. A cualquier hora del día, de la noche o de la madrugada, ocurren nuevos ataques.

Se trata de acciones de intimidación, muy bien orquestadas y ejecutadas, y que componen un formidable desafío a las autoridades y a los ciudadanos. Concentradas en los suburbios y en las principales vías de acceso a la ciudad, su objetivo es atemorizar a la gente y presionar al gobierno. Como resultado, además del pánico generalizado, queda evidente el poderío de los bandos que controlan las favelas y las pocas alternativas de que disponen las fuerzas de seguridad pública.

Ese clima de violencia dura una semana y podrá extenderse. De concreto, lo que se tiene es la unión de dos bandos poderosos, el Comando Rojo y los Amigos de los Amigos. El primero sufrió pérdidas con la ocupación de favelas que se encontraban bajo su dominio en la privilegiada zona sur de la ciudad. De las trece favelas en que se implantaron las UPP –las Unidades de Policía Pacificadora–, once eran controladas por el Comando Rojo. La llegada de una UPP significa la expulsión de los traficantes, la instalación de puestos de policía y de una red de servicios sociales, con puestos de salud, guarderías, escuelas e instalaciones deportivas. Poco más de 200 mil moradores de esas favelas se libraron del dominio del fusil. Al mismo tiempo, el Comando Rojo perdió parte sustancial de sus ingresos. La venta de drogas bajó 80 por ciento en esas favelas.

De otra parte, el bando Amigos de los Amigos, fuerte rival del Comando Rojo, está amenazado de perder su principal territorio, la favela de la Rocinha, con más de 80 mil habitantes. Principal mercado de drogas en la zona sur, la Rocinha tendrá una UPP en enero. Frente a ese riesgo, los del ADA propusieron una insólita alianza. El Comando Rojo dispone de muchos hombres armados, pero está sin dinero. Los Amigos de los Amigos disponen de dinero, pero sus contingentes son exiguos. La unión de esas dos carencias resultó en una fuerza decidida a ignorar riesgos y límites.

La Policía Militar de Río movilizó alrededor de 18 mil hombres para controlar la situación. El gobierno del Estado recurrió a las fuerzas armadas –Marina y Ejército– para poder contar con tanquetas y armamento de guerra.

Más allá del obvio desafío a que son sometidos gobierno y población, quedan varias cuestiones urgentes a la procura de una respuesta convincente. La primera se refiere a la absoluta incapacidad de las autoridades federales de impedir, o al menos disminuir sensiblemente, la entrada de armas pesadas destinadas al tráfico de drogas en Río. Segundo, ¿a qué se debe la poca eficacia de la policía local? Mientras que en San Pablo se elucidan 60 por ciento de los homicidios, en Río ese dato no supera el 8 por ciento. El sistema carcelario se caracteriza por la violencia, la degradación que impera en los presidios y por las facilidades concedidas por los guardias, que incluyen acceso a drogas y a teléfonos celulares. A través de los celulares, los presos siguen ejerciendo comando sobre quienes operan en las calles. Y, finalmente, los sectores de Inteligencia de la policía son de una ineficacia asombrosa.

En resumen: falta una política de seguridad pública, una estrategia capaz de abarcar a toda la población. Falta planificación, faltan acciones permanentes con metas de largo plazo. Acostumbradas al confrontamiento episódico, las fuerzas de seguridad se amoldaron a la violencia y el gatillo alegre. Falta todo lo demás.