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Quiénes y cuándo

Por Daniel Salzano* ¿Para cuándo una calle que se llame Viejo ciego? Tercer domingo de octubre. Deberíamos tener un hijo.

¿Cómo que qué Marx?

Para elegir al mayor pensador del milenio, la BBC organizó un referéndum sin restricciones y, cuando todo parecía estar atado y bien atado para que Einstein quedara abulonado para siempre a la cabeza del pelotón, apareció Marx y, en el último salto, se quedó con el premio.

¿Cómo que qué Marx? Marx Karl, el Moro, padre del comunismo y a quien, además del Oscar al más grande pensador, habría que tener en cuenta para el Oscar al hombre más desgraciado de la historia. Y eso que se trataba de un hombre de gustos moderados, porque sólo tenía ojos para la lectura y para Jenny, su mujer. Pero era incapaz de negarse a nada. Abrías la puerta de su pieza en los conventillos donde vivió de exilio en exilio y siempre te encontrabas con una criatura llorando, otra con bronquitis, un par de camaradas apilados sobre el único plato de sopa de la casa, Jenny remendando la ropa de los chicos y el propio dueño de casa –por falta de papel en blanco– escribiendo en el borde de los diarios.

Una anécdota de las mejores: Marx pasó la segunda quincena de febrero de 1852 sin salir de la pieza, en calzoncillos, porque había empeñado el traje, el chaleco y la levita. Y otra más: los diarios dedicaban columnas enteras a debatir su pensamiento, pero él no podía leerlos porque no tenía un miserable chelín para comprarlos.

Cuando los invitados eran demasiados, Marx se envolvía en la única alfombra de la casa y dormía en un re¬llano de la escalera.

A veces, muchas, se le moría un hijo y tenía que ir a negociar con el ca¬marada carpintero para que le fiara el ataúd.

Es muy probable que Albert Einstein también lo hubiera votado.

En cambio, es improbable que Marx hubiera votado a nadie porque, además del chaleco y la levita, habría empeñado el teléfono, el cable, el enchufe, el celular y la computadora.
 
Tercer domingo de octubre

Una perla, un ovillo de lana celeste y una pastilla de jabón Manuelita. Todo está guardado en un cofre de madera que huele a lavandina, aceite Cocinero y pastillas Billiken. Lo que quiero decir es que no ha quedado nada que no duela.

¿Hoy es el día de la madre o es el día del huérfano?

En el cofre, hay una flor de novia blanca y un dedal. Empezó enhebrando dos agujas simultáneas y terminó detrás de unos anteojos gruesos que debíamos buscar entre todos porque no los encontraba. Cuando jugábamos al fútbol empujando el botón con el cabo del lápiz, le pedíamos el dedal y los poníamos de arquero. El dedal de mamá era el arquero del seleccionado.

Un pañuelo rojo para los picnics de Cabana, dos carreteles incorruptos de hilo Tomasito y una llave sin puerta original de la casa Yale. Una vez me castigó y en penitencia me enseñó a coser botones. Todavía los coso. Pero antes cierro la puerta.

Cuando empezaba a cantar, era que se le pasaba. En el barrio, a mí me llamaban el hijo de la modista.

Una tijerita para uñas de juguete y un billete de 100 pesetas con la imagen de Gustavo Adolfo Bécquer estampada en el anverso. Se lo mandé de regalo cuando vivía en España. Una vez me comentó que estuvo a punto de bautizarme con su nombre. Gustavo Adolfo Salzano.

Una estampita de San Roque. Ella sabía el nombre de los perros que lo acompañaban: Sultán, Fangio y Coronel.

Un oso de trapo que nos dieron de premio en el parque de diversiones. Había que voltear patitos con un revólver de goma.

Mi papá volteó cuatro y yo ninguno. Nos entregaron el oso y ahí nomás se lo regalamos. Ella lo conservó. Le falta una oreja, pero todavía es un osito picante. Nada que no duela.

Y al fondo del cofre, su cédula de identidad. Una vez taché su nombre y apellido y encima, con birome, escribí mama. No lo borró nunca ni tampoco le puso el acento. Mamá.

Deberíamos tener un hijo

Debería leerte en voz alta. Eso es lo que yo hacía cuando era chico: me acostaba a dormir y leía a media voz para que las palabras impidieran el paso de la muerte:

Profesor Walters: –Seguramente sabrás los nombres de los 12 discípulos de Jesús. ¿No quieres decirnos cómo se llamaban los primeros que fueron elegidos?

Tom Sawyer: –David y Goliat.

Los libros estaban ahí para cuidarme. Tom Sawyer estaba ahí. Y Mark Twain. Y Jesús. Y David. Y Goliat. Y los 12 apóstoles.

¿Querés que te lea?

Debería enseñarte la libreta de calificaciones del colegio Santiago de las Carreras. El último día de clases murió el Llanero Solitario. ¿Sabías que el Llanero solamente usaba balas de plata?

¿Lo sabías?

Deberíamos bailar. Fred Astaire decía que la Luna pertenecía a los bailarines. ¿Querés que bailemos?

Deberíamos ir a la iglesia del Pilar y quedarnos hasta ver un par de casamientos. Algún Funes se casará con algún López y la novia levitará sobre la alfombra. ¿Querés que nos casemos?

Deberíamos ir al aeropuerto y tumbarnos boca arriba sobre la pista de aterrizaje. Ese que avanza dibujando un corazón en el espacio es el avión de Casablanca.

¿Querés que volemos?

Debería hablarte en italiano. La pioggia notturna. ¿Ti piace la pioggia? Si ahora mismo estuviésemos en guerra y llevara puesto un sobretodo, te haría una buena imitación de Mastroianni. Podríamos ir al cine. Te pasaría la mano por encima del hombro. Vamos a ver esa de Clooney en la que estalla una bomba y él no puede acercarse a los caballos. Maldición.

Debería hablarte de mi viejo, el ferroviario. Ahí viene pilotando una locomotora a toda mecha. No ve las horas de llegar a casa y darme un beso. A las gallinas les decía chicas: "Las chicas están alzadas". Y mamá lo miraba como, si por anticipado, ya lo echara de menos.

Deberíamos darnos un abrazo. Debería pasarte la nariz por el filo de la oreja. Cuando la gente se abraza, la muerte recula. Así decía Jean Gabin en las películas del ’30. Gabin se moría tan bien que, por contrato, exigía que lo mataran. ¿Querés pegarme un tiro?

Deberíamos ir al cine, entrar por puertas diferentes y buscarnos entre las sombras.

Deberíamos comprar un cine. El Ángel Azul sigue vacío.

Deberíamos comprar un perro. Deberíamos vender el que tenemos.

Deberíamos poner una moneda en la ranura para escuchar esa canción que nos gusta: "Eres para mí / me lo ha dicho el viento / eres para mí / lo escucho todo el tiempo".

Deberías aprender para qué sirve cada llave. Ésta es la de la puerta giratoria del Correo. Ésta es la de la casa de la calle Lamadrid. En el patio había media docena de gallinas y un ciruelo.

La casa ya no existe. Desapareció como una burbuja. Y esta. La última, es una llave que no tiene casa; la encontré en la calle y la recogí pensando que pertenecía al Hombre Invisible.

Deberías ponerte la bufanda. Cada ciudad tiene el viento que se merece.

Deberíamos asomarnos por el puente Sarmiento y escupir en dirección al río para ver cómo estallan los globitos.

Deberíamos tener un hijo. Yo sé cómo se hace.

Deberíamos volver a casa. Deberíamos tener una casa. Si tuviésemos un hijo, debería tener un hermanito. Yo sé cómo se hace. Se empieza con los ojos cerrados y el corazón abierto.