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Protestas estériles

Para los organizadores, las manifestaciones callejeras son "exitosas" si merced a sus esfuerzos participa una cantidad impresionante de personas.

Conforme al criterio así supuesto, los sindicalistas españoles tienen derecho a sentirse satisfechos; el domingo pasado lograron movilizar a aproximadamente 70.000 personas en Madrid y un número menor, pero así y todo "masivo", en otras 60 ciudades, en preparación para el paro general contra la política económica del gobierno de Mariano Rajoy que han programado para el 29 del mes corriente. Sin embargo, para que realmente tuviera éxito la campaña de los sindicalistas y de sus simpatizantes de diversas agrupaciones izquierdistas, tendría que desembocar no sólo en el abandono por parte de Rajoy del ajuste que fue iniciado por el gobierno de su antecesor socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, y la reforma laboral con la que espera impulsar la creación de más empleos, sino también en un cambio drástico de la situación económica de su país que permitiera la aparición de millones de fuentes de trabajo. De más está decir que no hay posibilidad alguna de que las protestas contribuyan a solucionar los problemas, entre ellos un índice de desempleo que roza el 25% –el 50% en el caso de los jóvenes–, que están provocando estragos en España. Por el contrario, sólo servirán para agravarlos todavía más.

En otros tiempos las huelgas a menudo tuvieron resultados positivos desde el punto de vista de los obreros porque los empresarios no podían prescindir de sus servicios y el Estado tenía recursos suficientes como para pagar más a los empleados públicos. En la actualidad, empero, los perjudicados por el activismo sindical en un lugar pueden trasladar sus fábricas o negocios a otro o aprovechar el progreso tecnológico con el propósito de reducir al mínimo el plantel permanente, mientras que todos los gobiernos están procurando bajar el gasto público. Sin embargo, los sindicalistas de todos los países, en especial los de la "periferia" de la Eurozona en que las perspectivas se han hecho sombrías a partir del estallido de la crisis financiera hace ya más de tres años, siguen aferrándose a métodos de lucha que acaso fueran apropiados para el mundo de ayer con la esperanza vana de que produzcan los mismos resultados en circunstancias radicalmente diferentes. Asimismo, aunque pocos quieren ver resucitados la peseta, la lira, el escudo, la libra irlandesa o la dracma, entienden que los costos de continuar compartiendo la misma moneda que Alemania serán sumamente elevados.

Puede que la solución propuesta por la canciller alemana, Angela Merkel, de que los habitantes de los países periféricos aprendan a manejar sus economías respectivas según las duras pautas teutonas sea la única viable, pero en las filas sindicales la revolución cultural que es de suponer tiene en mente ha motivado desconcierto. Aunque parecería que los irlandeses están en condiciones de superar el desafío que se les ha planteado, es escasa la posibilidad de que consigan hacerlo los griegos, portugueses, españoles e italianos, puesto que sus deficiencias económicas tienen más que ver con la productividad. Antes de la llegada del euro, podían adaptarse a los cambios devaluando la moneda, pero en la actualidad dicha alternativa les está vedada, de ahí la crisis profunda en la que están hundiéndose.

Pero no sólo es cuestión de emular a los alemanes. De recuperarse la soberanía monetaria, tendrían que hacer frente a la competencia de países asiáticos, encabezados por China, que son capaces de fabricar bienes de calidad a menor costo, y de Estados Unidos y el Japón que cuentan con ventajas tecnológicas. Asimismo, a diferencia de la Argentina, Brasil y otros países latinoamericanos, no les será dado exportar grandes cantidades de materias primas o productos agrícolas, de suerte que, con la excepción parcial del norte de Italia que sí posee un sector industrial competitivo, dependerán en buena medida de los ingresos procedentes del turismo. Así, pues, si bien es comprensible que un clima de agitación social y laboral se haya difundido en todos los países del sur de Europa, perjudica la economía al atentar contra lo que en algunos lugares es la única actividad viable. Por lo demás, asusta a los inversores en potencia, haciendo aún más difícil una eventual recuperación.