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Pertenecer tiene sus privilegios

*Por Ernesto Tenembaum. Si Cristina pudo romper con De la Sota y ganarle ampliamente, entonces está en condiciones de romper con quien quiera y donde sea. Sólo es cuestión de decidirlo.

Es posible que no sea tiempo para expresar dudas. El cincuenta más uno ha sido tan contundente, la diferencia con el segundo tan abrumadora, que quizá sólo resta admirar la obra realizada, lanzar gestos de admiración, sacarse el sombrero, hacer una reverencia y dedicarse a otra cosa.

Es posible que expresar dudas sea un gesto de terquedad, de testarudez, apenas una mueca, frente a tantas buenas noticias y a tan impresionante adhesión popular. Sin embargo, hay un rasgo de la última elección, y de la que viene después, que me tiene algo inquieto.

Sé que no es el mejor momento: pero ahí va.

A saber: la política de alianzas de la Presidenta. O, mejor dicho, su lógica, sus mensajes implícitos, su moral encubierta.

Parece un detalle menor, pero quizá no lo sea tanto: porque hay algo un poco sórdido que se esconde por ahí.

Uno de los elementos más impresionantes –entre tantos otros– de la elección del 14 de agosto fue la manera en que el kirchnerismo derrotó a José Manuel de la Sota en Córdoba. Una semana antes, el cordobés había triunfado con su candidatura a gobernador y, en los días posteriores, decidió, contra la opinión de la Rosada, mantener su lista de candidatos a diputados nacionales, autónoma de cualquier candidato presidencial.

En su territorio, la lista de diputados kirchneristas lo pisó. Cristina demostró de esa manera que no precisa de los líderes territoriales del PJ para ganar una elección. Es decir, había decidido partir aguas con el caudillo del segundo distrito del país, y no tuvo ningún costo para ella. Al contrario, así como los resultados provinciales de las semanas previas habían abierto algún espacio para la indisciplina partidaria, lo ocurrido el 14 de agosto en Córdoba fue un mensaje claro para la dirigencia peronista de todo el país: por largo tiempo, nadie sacará los pies del plato.

La holgada victoria de ese día, curiosamente, ha puesto en tela de juicio –como mínimo, merecen ser ahora objeto de debate– muchos de los dogmas que sostuvieron el relato del kirchnerismo más duro en estos años. Por ejemplo, será difícil sostener de aquí en más que los medios "hegemónicos" colonizan la mente de las personas: más bien parecen jugar un rol bastante marginal en sus decisiones. Será complicado despreciar a los sectores agroexportadores que votaron masivamente a Cristina las dos veces que se presentó como candidata a presidenta. Y, finalmente, luego de la experiencia cordobesa, será muy llamativo justificar, con honestidad intelectual, cualquier alianza, con el argumento de que "así es como se construye poder, y el que lo cuestiona es un charlatán de cafetería".

Si Cristina pudo romper con De la Sota y ganarle ampliamente, y De la Sota es –una vez más– el caudillo peronista indiscutible en el segundo territorio del país, entonces está en condiciones de romper con quien quiera y donde sea. Sólo es cuestión de decidirlo.

No necesita a nadie.

Y he aquí, entonces, el detalle menor e inquietante.

¿Cuál es el criterio –político, funcional, moral– que ha utilizado Cristina en estas elecciones para romper con unos y cerrar filas con otros?

Con De la Sota se sabe lo que pasó. Hubo tironeos por las listas. De la Sota no quiso aceptar a la vicegobernadora sugerida desde la Capital. Impuso la suya. Desafió con frases tales como: "Si ser de derecha es no haber puesto bombas en los setenta, entonces soy de derecha". Cristina decidió que era demasiada desobediencia. Una cosa llevó a la otra y terminaron los kirchneristas fuera de las listas provinciales del PJ cordobés, y este fue derrotado por el cristinismo en las elecciones nacionales.

El criterio que guió hacia la ruptura fue, simplemente, el de la desobediencia. La Jefa no toleró que De la Sota se rebelara y puso un límite. Nadie puede discutir la manera elegida para imponer disciplina y, mucho menos, cuando le fue tan bien.

En casi todo el resto del país, Cristina, en cambio, acordó con los líderes territoriales. La mayoría de ellos sí aceptó los planteos de la Casa Rosada y entonces no hubo diferencias. El problema es que algunos de esos líderes estaban involucrados en hechos realmente graves. Por ejemplo, la boleta del Frente para la Victoria en Jujuy lleva a Cristina como candidata a presidenta e, inmediatamente pegado a ella, a Walter Barrionuevo como candidato a senador nacional. Barrionuevo es el actual gobernador y jefe político de la policía que acaba de asesinar a tres personas mientras desalojaba un predio perteneciente a la familia Blaquier.

En los últimos dos años, según el Centro de Estudios Legales y Sociales, hubo quince muertos producidos por represión policial –o con complicidad de la policía– a distinto tipo de manifestaciones sociales. La mayoría de los funcionarios políticos que conducían a las diversas fuerzas policiales involucradas en los hechos son candidatos a senadores o a gobernadores que van pegados a la Presidenta.

Dado que, como se demostró en Córdoba, Ella no necesita a nadie para ganar, parecen claros cuáles son los criterios de selección. Un desobediente debe ser excluido. Un gobernador que produjo un hecho tan doloroso como los asesinatos de Kosteki y Santillán –con el agravante de que luego además intentó defender el accionar policial– es incluido, si el hombre es obediente.

Pertenecer, como quien dice, tiene sus privilegios.

Escribo esto y me entran dudas sobre si se trata de un detalle menor o no.

Cada vez que se produjo uno de los hechos represivos mencionados –quince muertos es muchísimo para la democracia argentina– el Gobierno argumentó que la Argentina es un país federal, y que los gobernadores tienen autonomía. Más allá de muy pequeños gestos –alguna declaración perdida de Florencio Randazzo, en el caso jujeño– no se conoce la opinión del gobierno nacional en todos estos casos. Hay como un evidente doble estándar: no reprimimos en territorio federal –salvo cuando se nos escapa de las manos y en ese caso cambiamos la conducción de la policía– pero toleramos la represión de nuestros líderes en sus propios territorios.

Cuando se elige una connivencia de manera tan clara con ese tipo de conducta, ¿no es una señal de que pertenecer tiene, entre sus privilegios, que el gobierno nacional hace la vista gorda cuando ocurren episodios como estos? ¿No es un aval implícito a la repetición de los mismos? ¿Y el silencio de los aliados "progres" del Gobierno al respecto?

Así es la política, se dirá, quizá con razón.

No se puede criticar esto porque sería un gesto de desobediencia y uno puede terminar como De la Sota.

Y al fin y al cabo, Barrionuevo ganó por más del sesenta por ciento en la localidad donde su policía había reprimido unas semanas atrás y, para más datos, Gildo Insfrán consiguió el 72 por ciento en el Departamento de Pilcomayo, donde la comunidad Qom fue reprimida en noviembre del año pasado.

Como se sabe, las mayorías –sobre todo si son tan amplias– dan la razón en todo.

¿O no se trata de eso la democracia?