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Persisten eximidos del peso de la ley los barrabravas que avergüenzan al fútbol

El operativo policial gigantesco e inédito dispuesto para el partido que River jugará este domingo en su cancha con Belgrano de Córdoba, en el que participarán 2.200 policías deja en evidencia, con elocuente crudeza, lo poco que se ha avanzado en la lucha contra la violencia en el fútbol.

Es cierto que los antecedentes inmediatos habrán influido para que se incremente esa custodia. El partido jugado hace pocas jornadas en la ciudad de Córdoba se vio interrumpido por la agresiva aparición en el campo de juego de barrabravas de River, que golpearon e insultaron a los jugadores de su club creando así una situación extremadamente riesgosa. Por lo que pudo saberse hasta ahora, esas personas se encuentran libres y, por consiguiente, podrán asistir este domingo al partido revancha.

Pero además, horas atrás un grupo de 400 hinchas de River manifestó ante las puertas del estadio en un episodio que derivó en hechos de violencia y que dejó el saldo de ocho policías heridos y dos personas detenidas, en un contexto matizado por cánticos y consignas amenazantes hacia los dirigentes y jugadores del club, en el que no faltaron anuncios acerca de eventuales ataques a la delegación del equipo de Córdoba.

Sería por cierto simplista y excesivamente ingenuo atribuir estos actos a la pasión propia que genera el fútbol y, en este caso, además, a las tensiones que acosan a los partidarios de River ante la posibilidad de que su club pueda perder la categoría en caso de no revertir el resultado adverso del primer partido.

Está cada vez más claro que la impunidad de los barrabravas -una suerte de incomprensible muralla protectora que los exime, cuando delinquen, de la posibilidad de ser alcanzados por la ley- es el problema básico que debieran resolver las autoridades.

Si aquellos que actúan en forma organizada utilizando armas de fuego, que incurren en actitudes y cánticos agresivos o discriminatorios en los estadios, que matan o hieren para dirimir supremacías en las hinchadas, que se alquilan como matones para realizar trabajos sucios fuera de los estadios, disponen de impunidad, ¿cómo es posible que se pretenda, seriamente, eliminar la violencia en el fútbol? ¿Hasta cuántos miles de policías se piensa recurrir para que puedan enfrentarse dos clubes en una justa deportiva?

Ha pasado otro campeonato y todo sigue igual. O peor. Se sabe, sobradamente, que existen promotores y financistas de los violentos, pero ninguna de las investigaciones realizadas alcanzó a poner en claro quién respalda a personas que disponen de prontuarios muy frondosos.

Resulta doloroso advertir acerca de una realidad que se agrava año tras año. Pero la sociedad no debe disimular su existencia y, en primer término, debe reclamarle a la dirigencia y al Estado que actúen con responsabilidad y que castiguen aquellos comportamientos que tanto dañan a la seguridad deportiva. Ya se ha dicho en esta columna que la clave sigue siendo individualizar, detener y someter a la Justicia a los delincuentes del fútbol, apartando de los estadios a quienes acuden sistemáticamente a ellos sólo para agredir, robar y, en definitiva, avergonzar al deporte.