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Para gobernar mejor: menos políticos y más funcionarios de carrera

* Por Héctor Ghiretti. Para el autor de la nota, haría falta una reforma que apunte a la profesionalización de la función pública. Ello permitiría disminuir drásticamente el sistema clientelar.

Desde este remoto rincón del mundo las noticias que llegan de Bélgica parecen inverosímiles, fantasiosas, desafían la credibilidad. Desde hace un año, el país se encuentra sin gobierno constituido. Un conflicto entre los partidos políticos, que responden a las dos etnias que componen el estado belga, lo han puesto al borde de la secesión.

No obstante la gravedad objetiva de la situación, el malestar general de la ciudadanía y los problemas que tal circunstancia puede generar a largo plazo, Bélgica no parece deslizarse hacia el caos, ni mucho menos. En este sentido, los belgas pueden sentirse satisfechos. No es fácil prescindir de gobierno durante un año. Muy pocos países podrían lograr esta marca.

En la Argentina un fenómeno así es inimaginable. Y no es precisamente por nuestro sentido del orden y apego al imperio de la ley. En caso de que pudiera darse, nos arrojaría a la anarquía, con intervención de los Cascos Azules y todo. El país se tambaleó con la alocada sucesión de gobiernos durante el penoso verano de 2001. Doce meses sin gobierno no parece posible, en estas latitudes?

El caso belga parece confirmar las tesis del anarcoliberalismo, que sostiene el carácter superfluo del Estado y del gobierno, afirmando la capacidad de autoorganización de la sociedad. En realidad, su explicación se encuentra en causas bien objetivas, alejadas de esas fantasías ideológicas.

La primera es que la integración del país a la Unión Europea hace que la mayoría de las políticas en curso, los procedimientos y los objetivos se rijan por estándares fijados a nivel continental. En este sentido (y con las diferencias del caso) la crisis política de Bélgica no debería compararse sin más con un proceso similar en la Argentina, sino más bien con una de sus provincias.

Por otra parte, una situación de esa naturaleza sólo es concebible en la medida en que los niveles de decisión se encuentren hasta muy alto en manos de funcionarios profesionales de carrera, y no de "cargos políticos" (la expresión es incorrecta, pero la usaremos a falta de una mejor). Esto permite al Estado y la administración mantener por cierto tiempo el curso en "piloto automático", sin que dependa de la "creatividad" (o la arbitrariedad, o el capricho) de funcionarios asignados por el poder político.

Se da entonces la siguiente paradoja: la estabilidad de un Estado está en relación directamente proporcional con la cantidad de funcionarios especializados y de carrera, e inversamente proporcional con los "cargos políticos" que reparte cada gobierno. Mientras menos políticos y más funcionarios, mayor estabilidad.

Una reforma que apunte a la profesionalización de la función pública mejoraría su desempeño y reduciría la cantidad de cargos asignados por gobiernos (militantes no calificados, inexpertos e improvisados). En nuestro país, implicaría la liquidación o al menos la disminución drástica del sistema clientelar sobre el que se asientan los partidos políticos. Equivaldría a la reducción sustancial de la "clase política", en el sentido de cuadros y militantes de partido que ocupan cargos dentro del Estado y la administración.

Esta cuestión nos lleva a preguntarnos cuántos políticos hacen falta para llevar un país. Algunos criterios nos pueden ayudar, si no a precisar la cifra, al menos a aproximarse al sentido de un dimensionamiento.

Una clase política eficaz apoyada por funcionarios de carrera tendrá un número más reducido que una ineficaz. Lo cual no quiere decir que un número reducido será necesariamente eficaz: la relación no se verifica a la inversa.

Tampoco quiere decir que toda reducción es buena. Eso nos llevaría a afirmar la superioridad absoluta del gobierno de uno solo (monarquía), algo que parece difícil de concebir en sociedades de la complejidad y la tecnificación.

La cuestión del número nos conduce asimismo al tipo de funciones que se requieren de una clase política. Actualmente se piensa que el político debe dedicarse exclusivamente a gestionar, a administrar, a estar todo el día dedicado a controlar, supervisar y tomar decisiones, sin tiempo para pensar ni para plantearse objetivos a largo plazo.

Una política concebida en esos términos es incapaz de superar la miopía de la urgencia, postergando las verdaderas necesidades. Es preciso que los políticos dispongan de tiempo para comprender y proyectar y no caigan en la sobregestión, la forma más vulgar de legitimarse. Es signo de salud política el hecho de que los dirigentes no tengan que estar interviniendo todo el tiempo en la vida de las instituciones y de las personas.

Así, mejores dirigentes políticos implica menos políticos "profesionales" (en el mal sentido de la expresión: "vivir de la política"). Y si tienen la posibilidad de desarrollar la suficiente capacidad teórica y la habilidad práctica correspondiente, quién sabe, quizá algunos de ellos se conviertan en los estadistas que necesitamos.