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Osama - Obama

En la cadena de equívocos anudada después de que Barack Obama transmitiera al mundo un sorprendente aviso necrológico, el presidente del Perú, Alan García, quien durante su primer paso por ese cargo pareció ser un hombre de izquierda, distante de la religión, se nos presentó ahora como un místico al referirse a la ejecución sumaria de Osama bin Laden.

Dijo que el primer milagro del beatificado Juan Pablo II ha sido "extirpar de esta tierra a la encarnación demoníaca del crimen, del mal y del odio" que fue el jefe de Al Qaeda.

Enfervorizado, el mandatario no se detuvo a pensar en que, en realidad, fue el segundo milagro, porque hubo uno antes, el que necesariamente debía existir para ser declarado beato, descubierto por el Vaticano –del mismo modo que el atribuido a nuestro Ceferino– al cabo de una rigurosa investigación (hecha en contra del principio de que los milagros son para creer o no creer, no para ser investigados). Tampoco tuvo en cuenta que el Vaticano desaprueba la pena de muerte.

García destacó –y en eso no le faltó razón– que la liquidación de Osama "debe complacer también al señor Obama" y que "de alguna manera reivindica también al presidente George W. Bush, que fue quien tomó la decisión de castigar a Bin Laden y continuar de manera paciente este trabajo que da sus frutos finalmente".

Es sabido que Osama se esmeró en complacer a los Estados Unidos cuando dio su apoyo a la lucha por desalojar a la URSS de Afganistán. Y es cierto que, en vida y aun sin proponérselo, con el atentado a las Torres Gemelas posibilitó que Bush, colocándose en el pedestal de líder de la seguridad nacional, mejorara su performance electoral. Ahora, con su muerte a manos de un grupo comando de la Navy, ayuda a que Obama se recupere de la desleída imagen que le dejó la crisis económica. O sea que, como lo expresa un refrán, "no hay mal que por bien no venga".

Del mismo modo que la decisión de invadir Irak y capturar a Saddam Hussein (luego condenado a la horca), la de matar a Osama dejó a un lado la Organización de las Naciones Unidas. El secretario general Ban Ki-moon se enteró, por su secretario privado, de que lo llamó por teléfono en la noche del domingo último para preguntarle: ¿usted está viendo la tele?

El organismo de mayor poder en la ONU es el formado por los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, integrado por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, que fueron Estados Unidos, la ex URSS, Gran Bretaña, China y Francia. Según la Carta aprobada en San Francisco en 1945, el Consejo tiene "la responsabilidad primordial de mantener la paz y la seguridad internacionales" y los países miembros "reconocen que actúa a nombre de ellos al desempeñar las funciones que le impone aquella responsabilidad". Pero, como están las cosas hoy, esa "responsabilidad" está de hecho en manos de los Estados Unidos, que las ejerce con el consentimiento implícito o explícito de los demás.

Así, la ONU va por el camino de la Sociedad de las Naciones, constituida para que no hubiera más guerras después de la de 1914-1918, y que se desvaneció en el aire con el rearme alemán y la llegada al poder de Adolfo Hitler.

La información suministrada por calificados voceros o "fuentes confiables" del gobierno de los Estados Unidos dejó como casi única certeza la de que el jefe de la organización terrorista que sepultó a tres mil personas bajo las ruinas de las Torres Gemelas fue muerto por comandos de la Marina enviados con ese fin por el presidente Obama (la información sobre el lugar donde se encontraba la obtuvieron de un preso en Guantánamo, convenientemente presionado).

¿Por qué "casi"? Porque no hemos podido verlo. El cadáver hizo un viaje sin escalas desde el lugar hasta el fondo del mar. Tienen fotos, pero no quieren publicarlas porque, dicen, la imagen del rostro es horrorosa –un balazo le dio en un ojo–, pero es preferible arreglarla con una plástica y maquillaje a dejar una duda que recorre el mundo. La información publicada es, además, equívoca, porque no pocos medios dicen a la vez que fue acribillado porque se resistió y, en contraste, que la orden era matarlo y que estaba desarmado.

José Mármol dijo, respecto de Juan Manuel de Rosas, que "ni el polvo de sus huesos la América tendrá". Su predicción se frustró porque, como los huesos quedaron en Inglaterra, luego de un siglo de destierro volvieron a la Argentina. Eso no pasará con los de Osama, porque –fue lo que se dijo– de la residencia cercana a la capital paquistaní, donde vivía desde hace unos seis años, viajaron en un helicóptero al portaaviones Carl-Vinson, desde donde los mandaron a una profunda fosa del mar de Arabia. Eso, se explicó inicialmente, para cumplir con el rito islámico. No hizo falta que la CNN consultara a un experto en rituales religiosos para saber que el rito islámico, como cualquier otro, sólo admite que restos humanos sean arrojados al mar cuando la muerte se produce en un buque en navegación. Los lechos de todos los océanos y mares adyacentes estarían tapizados de mahometanos si ésa fuera una práctica ritual. Aunque se diga que lo mataron primero, siguieron la metodología de nuestra ex ESMA, con el objeto de hacerlos desaparecer.

El presidente de los Estados Unidos proclamó que "se hizo justicia". Pero él no puede ignorar que la justicia se hace en un tribunal de justicia, tal cual ocurrió con los criminales de guerra juzgados en Nuremberg luego de concluida la Segunda Guerra Mundial con la derrota del nazifascismo o, en la Argentina, con los responsables de crímenes de lesa humanidad que todavía desfilan ante los jueces de Comodoro Py.

Si había una orden de matar, ésa fue un primer error. Y el segundo es creer que los restos de Osama bin Laden deben desaparecer porque, de estar en un lugar físico, serían un santuario que convocaría a millones de árabes. Lo que los rebeldes árabes quieren es una vida mejor, y son terroristas, como los de Al Qaeda, los dictadores que los oprimen y los matan.