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Oda a mi mano derecha

Yo tenía una mano derecha normalita, no me daba especiales gratificaciones ni presentaba grandes dificultades.

Por Cristina Wargon

@CWargon

Sólo demandaba la tarea de tener las uñas pulcras y pintadas, y todo en un razonable estado de higiene. Hasta que un día sentí un dolorcito tonto, en el más tonto de todos los dedos: el dedo gordo. Por supuesto no le di importancia.

¡Hay que ser hipocondríaca para andar molestando por un dedo, teniendo en cuenta además la cantidad de dedos que adornan todo nuestro cuerpo. Hasta que una tarde sin mas aviso que ese, el dolor me tomo toda la manó, me dijo mucho gusto y en el acto me agarró el codo. Llorando me decidí a llamar a un médico (medallita de oro para esos mártires que siempre comienzan diciendo lo mismo: "Tenés que ir al médico, yo no puedo diagnosticarse por teléfono"... y después, abducido, persuadidos, vencidos por esta yegua que no saldría de su casa ni para una amputación, me ayudan a distancia).

El diagnóstico fue algo terminado en "itis" que bien podría haber sido otitis, cistitis o neuritis, porque cualquiera de sus variantes, en la mano, se trata igual: se inmoviliza con venda y se da desinflamantes. ¡Chau mariposa loca! Inés diligentemente me hizo el primer vendaje con una venda elástica que nunca supe por qué estaba en el botiquín (siempre pensé que era un souvenir que se había traído mi viejo de la Segunda Guerra Mundial) El precioso vendaje terminaba con tres vueltas de cinca scotch. Mirá si iba a gastar por apenas unas horas... Como se verá, el optimismo no es siempre curativo, más bien te puede llevar a la ruina y con esa prepotencia de la salud me dije: "Ja, un dedo tan estúpido no me va a parar". Pues bien, me paró, me sentó, me acostó y me revolcó por el piso.

Fue inútil tratar de darme coraje con la imagen del Capitán Garfio o con el Manco de Lepanto... No me consta que ninguno de los dos se haya tenido que lavar la cabeza con la mano izquierda, con la derecha envuelta en nylon apuntando al techo. Mucho menos me consta cómo hacían para vestirse. La vida se tornó una carrera de obstáculos y yo en una cosa "miasmosa" (de miasma), entre "pataelante", histérica y aturdida. Hay que meterse la omnipotencia hecha un rollito en lo profundo del corazón para pedir que te corten la comida, que te sequen la cabeza, que te pongan las medias...

¡Dios mío, todas esas cosas hacia mi despreciada mano derecha! Pero lo peor fue la ropa interior. Me parece que en esta multitud de mujeres que puebla la tierra, hay algunas que jamás se ponen una bombacha, como las alegres mujeres africanas, hay otras súper sexis que se animan a andar por el mundo sin nada, y otras como la firmante que nació con un calzón tatuado en las neuronas y ha pedido que controlen que, a la hora del final, constaten que debajo de la mortaja la tenga puesta.

Sin embargo, esa primera mañana, a las cinco para ser precisa, en que descubrí que no tenía forma de ponérmela sola, la disyuntiva era fatal: o despertaba a mi santo esposo que dormía entre pajaritos para que a esa hora cortara su descanso y comenzara la lucha con el calzón, o me largaba por los mundo del Señor sólo con las calzas arriba del pijama, y abajo... ¡nada!

Me quedaba la alternativa de parar a algún peatón del amanecer y pedirle ayuda, pero temía ser mal interpretada. En el Abasto esas cosas son difíciles de explicar. Para colmo mi mamá, más que un especial énfasis en la moral, siempre insistió en que la ropa interior, debía estar impecable porque seguro que de no ser así, me atropellaba un auto, me operaban en la mitad de la calle y todo el barrio iba a ver cómo estaba. Los mandatos de mi madre, siempre se me han convertido en maldiciones cumplidas, pero, por superficiales, nunca me molestaron demasiado. Claro que ni por equivocación las contradigo.

¿Y ahora? ¿Por el mundo sin calzones? La mano dolía pero mi amor propio me hubiera matado si tenía que hablar al trabajo para explicar: "No voy porque no me puedo poner los calzones. ¡Antes la muerte que el escarnio!", me dije, y sintiéndome heroica pero desconcertada, algo así como Karina Jelinek atravesada por una idea, salí al mundo pidiendo al chofer del taxi que manejara despacito, sin más explicaciones.

Tuve un día de perros, y di mal día a todos. Pido disculpas a los que ofendí pero hay algo de mi buen humor natural que está directamente ligado a los calzones, tema que llevaré a análisis cuando ya no me importe.

Finalmente, el dolor cedió, todo volvió a la normalidad. Soy la alegre persona que solía ser, pero entiendo mejor los versos de Walt Whitman cuando decía: "Lo más común, vulgar, próximo y simple, eso soy Yo... Me celebro y me canto a mí mismo porque... he visto que lo mejor de mi ser está agarrado de mis huesos".