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Norte y Sur

Muchos políticos, funcionarios e intelectuales que pensaban que una moneda común serviría para reducir las diferencias entre los diversos países europeos ya entienden que se equivocaron.

Una consecuencia de la crisis en que se ha precipitado la Eurozona ha sido la reaparición de los viejos estereotipos según los cuales los habitantes de los países del sur, Grecia, Italia, España y Portugal, son vagos irresponsables, mientras que los del norte, como Alemania y Holanda, son mucho más aplicados y sobrios. En cuanto a los franceses, supuestamente ocupan una posición intermedia: serán más sensatos que los italianos, digamos, pero mucho menos que los alemanes.

Tales imágenes colectivas, de las que algunas, sobre todo las relacionadas con los griegos, apenas han cambiado durante milenios, pueden encontrarse en todas partes, pero en la Europa actual su impacto se siente no sólo en el ámbito de la cultura popular. También influyen de manera muy poderosa en política, incidiendo en la actitud asumida por los habitantes de los países más endeudados hacia los esfuerzos por encontrar una salida al brete en el que se han metido y, más todavía, en la de la clase política alemana; puesto que pocos meses transcurren sin que haya una elección en una jurisdicción importante, la canciller Angela Merkel no puede alejarse demasiado de la opinión mayoritaria que, desde luego, se alimenta de prejuicios ya ancestrales.

Cuando los dirigentes políticos de un país se ven obligados a tomar decisiones que podrían costarles votos, siempre les resulta muy tentador tratar de exportar el problema, esforzándose por hacer creer que ellos también son víctimas de la maldad foránea y que serían mucho más generosos si no tuvieran que complacer a un gobierno extranjero. En Grecia, tanto los representantes opositores y oficialistas disidentes como los líderes sindicales insisten en que la crisis económica que está experimentando su país no se debe a sus propios errores sino a las presiones inhumanas de los alemanes. Asimismo, en Alemania, los reacios a aceptar la lógica de una unión monetaria que obligaría a los miembros solventes a ayudar a quienes no lo son, atribuyen la crisis a la haraganería y deshonestidad de todos los griegos, de tal modo disculpándose por medidas que golpearán con dureza a millones de personas que no han contribuido a poner su país al borde mismo de la bancarrota.

Tal y como ha sucedido con frecuencia en nuestro país, muchos dirigentes griegos –y sus homólogos de otros países del sur europeo– afirman que tienen que procurar impulsar medidas drásticas porque de otro modo no les sería dado apaciguar a los acreedores, pero a la larga convendría mucho más que explicaran que en el fondo se trata de reformar sus respectivas economías para que sean más productivas y por lo tanto capaces de asegurar a quienes dependen de su desempeño un nivel de vida más elevado. En la actualidad, no están en condiciones de hacerlo por motivos que tienen muy poco que ver con la dureza de Angela Merkel o la arbitrariedad de los mercados. En la raíz de la crisis del sur de la Eurozona están, entre otras cosas, un orden sociopolítico de características corporativistas, cierta resistencia a la investigación científica y la innovación tecnológica, burocracias estatales superpobladas y mercados laborales rígidos defendidos por sindicatos que se preocupan mucho menos por la exclusión de los jóvenes que por los riesgos enfrentados por quienes ya cuentan con empleos estables. Por algunos años, los créditos fáciles posibilitados por la introducción del euro y por la ilusión de que en última instancia los alemanes se encargarían de solucionar cualquier déficit que se produjera, hicieron creer a los griegos, italianos, españoles y portugueses que no les sería necesario emprender reformas estructurales, pero aquel período de bonanza llegó a su fin hace más de tres años.

Por desgracia, los únicos que aprovecharon los años gordos para llevar a cabo cambios significantes fueron los alemanes cuando, para extrañeza de muchos, el gobierno del socialdemócrata Gerhard Schröder, preocupado por la competencia asiática, se concentró en reducir los costos productivos, de ahí la brecha de competitividad creciente que los separa de sus socios sureños que, mal que les pese, tendrán que hacer lo mismo en circunstancias decididamente más difíciles.