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No me obliguen a ser feliz

Son plaga. Están en todas partes. Te persiguen en una fiesta, en cualquier reunión social o familiar. Muchos son también amigos o incluso gente buena. Son los que creen que la felicidad es voluntarismo puro.

Yo solía ser una persona muy sociable y francamente fiestera, bebedora, gritona y danzarina. Pero desde hace varios años y por cuestiones diversas, soy una amarga. Al menos eso me dicen quienes me siguen invitando a fiestas a las que no concurro y desperdigan como pólvora la noción de que soy una persona fóbica, distante y difícil.

Hay algo de cierto en el juicio, no niego.

Es que la paso mal en las fiestas. En general no me gusta la música –es muy difícil conformarme en este terreno–, reggaetón yo no bailo, y si me quedo en un rincón me preguntan qué te pasa o, peor, me agarran de la mano y me llevan hasta la pista con esas sonrisas dichosas que no soporto más. Y no las soporto más porque me siento un ser inferior, una rata triste que no está a la altura de esas personalidades llenas de carnaval y goce. Me siento incómoda y envidiosa; para colmo ya no bebo. La gente alegre suele ser cruel. Parece decir que es una cuestión de actitud, que si uno se pone la meta de estar contento, pues contento estará. Suelen poner como ejemplo al gozante pueblo brasileño y dicen que deberíamos ser como ellos. Yo no sé si los hermanos brasileños son tan alegres, ¿ustedes leyeron Mi planta de naranja lima? ¡Ese Vasconcelos era más sádico y depresivo que Edmundo D’Amicis! Y la voz de Elis Regina es tristísima, tan hermosa. En fin: la gente alegre sólo ve de Brasil playa, sexo y carnaval. Yo leo novelas que transcurren en el sertão y son todas un bajonazo.

No es el único caso. Conozco demasiada gente que quiere estar alegre con una especie de desesperación patológica.

Hace poco estuve en La Rioja y uno de los candidatos a intendente paseaba una camioneta con sus militantes que repartían boletas y panfletos, mientras sonaba su eslógan en una cancioncita que decía: "Soy Titi, soy el intendente que te hará feliz". No es la ciudad de Buenos Aires solamente, eh. La promesa electoral de felicidad ni siquiera es nueva.

Es el viejo liberal John Stuart Mill quien habla del principio de felicidad en el utilitarismo: actuar de tal manera que produzca el mayor grado de felicidad a la mayor cantidad de personas.

Hace unos años me hallaba en un país extranjero de habla inglesa y, por las tardes, solía encontrarme sola y frente al televisor en el departamento donde me alojaba. Una vez, mientras comía un zarpado omelette, encontré a Oprah Winfrey. Ustedes saben, la ultradiva estadounidense, la mujer más rica del mundo y la más vista de la televisión en toda la historia. Curiosa, me dispuse a ver su histórico show de principio a fin.

Y entonces descubrí algo que no sólo ignoraba sino que me sorprendió sobremanera.
Oprah es cruel. Explico: todo el programa que vi se trataba de gente que había logrado superar traumas espantosos. Había un chico liberiano cuyos padres habían sido asesinados a machetazos frente a sus ojos; a posteriori, él había huido de los mercenarios por la selva, había pasado hambre, terror y vejaciones. Ahora estaba bárbaro, según Oprah. Integrado y trabajando, ¡ni pesadillas tenía! Había una chica de no sé dónde que había sido violada en la primera infancia por todos los hombres de su familia. Después de años de depresión e intento de suicidio, lo había superado y ahora era feliz y con familia y flaca y con una carrera. "¿Ven?", decía Oprah. "Nada es imposible si nos lo proponemos, si pensamos en positivo". A continuación, narraba su propia infancia trágica. Y ahí se la veía, espléndida y millonaria.

¡Sólo es cuestión de desearlo! La odié. Porque el pensamiento superador y positivo de Oprah implicaba lo siguiente: quien no puede superar estos dramas oceánicos es un renacuajo. No tiene fuerza de voluntad. No está apta.

Yo creo en la debilidad y trato de tener compasión por la gente que no aguanta esta vida y sus circunstancias. Estas semanas, por ejemplo, atendí a varios monstruos que decían: "¿Pero qué le pasaba a Amy Winehouse, con toda la guita que tenía?". Otros, me insistían en que se lo buscó. Yo la quiero a Amy y la banco. Amy era infeliz. Lo dicen sus canciones, lo dice su desenfreno. No sé por qué resulta tan insoportable pensar que, finalmente, Amy estaba muy triste.

Volviendo: Oprah me quedó clavada en la mente desde entonces y le hablé a mucha gente de su crueldad, pero no sé si la gente me entendió. No les parecía mal la competencia de a ver quién se sobrepone mejor de las peores desdichas. Agradezco profundamente que esta mujer no haya llegado nunca a nuestra pantalla; ahora ya se retiró y su influencia perniciosa ha quedado neutralizada salvo que algún tarado mental quiera comprar episodios viejos.

Pero cada vez más y cada vez con más pánico me encuentro con ejemplos de su ideología. Toda esta ola de sonrisas y superación tiene origen en el Pensamiento Positivo que, claramente, es una perversión. Ya lo dijo John Kennedy Toole en La conjura de los necios: "El optimismo me da náuseas. Es perverso.

La posición natural del hombre, desde la Caída, es la de la miseria y el dolor". Tá bien, John Kennedy Toole se mató; pero al menos escribió una gran novela, cosa que no logran muchos vivaces escritores que andan por ahí.

El pensamiento positivo, entonces. En su centro está la voluntad: si uno quiere ser feliz, lo será. Ustedes dirán que si a la gente le hace bien, adelante. Y yo contesto: a la gente lo único que le hace bien es ser menos tonta. Es inteligente y sabio intentar tener buen humor cuando uno está muy enfermo. Pero visualizar la salud no mete adentro las hemorroides y ser medio amargo no provoca meningitis (provoca tortícolis como la que yo tengo ahora). Y el pensamiento positivo como autoayuda es plaga, es conservadurismo y poder. Leí un libro bárbaro de Barbara Ehrenreich, una investigadora de EE.UU.

que se encontró con el pensamiento positivo cuando le diagnosticaron cáncer y en los grupos de apoyo le decían que el tumor era su culpa por ortiva y por eso mismo estaba en ella curarse, "abrazando" la enfermedad, considerándola "un don". La pobre mujer se espantó: "Encontré que el pensamiento positivo es la esencia de la cultura corporativa en EE.UU.", escribe. "En las empresas es obligatorio ser positivo. Hay compañías que literalmente despiden personal por ser negativo, en el sentido de hacer preguntas o expresar dudas". Y cuenta el caso de un ejecutivo de Lehman Bros, despedido por decirle a su CEO que, en su opinión, estaban viviendo un poquitín en una burbuja inmobiliaria.

Finalmente, a quien corresponda: si quieren que concurra a alguna de sus fiestas, la cortan con Wisin & Yandel.

Me parece que cuando se termine el reinado de ese espanto musical recupero la alegría.