Militar y militante
*Por Hector Ghiretti. El servicio de las armas y los derechos políticos. Desde la Antigüedad el oficio de las armas estuvo estrechamente vinculado a las responsabilidades políticas.
Si el poder político (fuese el monarca, el consejo de ancianos o la asamblea de ciudadanos) podía exigir al ciudadano un tributo en sangre e incluso el sacrificio de la propia vida, era razonable que éste (al menos en cierta medida) tuviera derechos políticos que le permitieran participar en los destinos de la comunidad.
Los notables no solamente tenían responsabilidades en la defensa sino también de gobierno o consejo, cualquiera fuera el régimen político. Los ciudadanos de las antiguas repúblicas tenían obligaciones militares, no así sus esclavos o quienes no tenían derechos políticos. En Roma, el premio para quienes prestaban largos años de servicio en las legiones, era el otorgamiento de la ciudadanía.
Esta estrecha vinculación sólo podía concebirse en una relación inversa a la que vemos en los sistemas democráticos contemporáneos: entonces, los deberes exigidos por la comunidad política eran mayores que los derechos que concedía.
Contra lo que la sensibilidad actual pudiera suponer, la proliferación indiscriminada de derechos tiene un efecto depresor sobre la participación ciudadana. Sólo unos derechos fuertemente anclados en las obligaciones pueden producir el efecto inverso.
No suele explicarse que la decreciente participación ciudadana que se verifica en las democracias modernas se debe (al menos en parte) a que ya no está asociada al oficio militar. Lo contrario todavía puede verse en países que aún se consideran "naciones en armas", como EEUU o Israel.
Militar, miliciano, militante. Como es sabido, la palabra "militar" -quien se dedica al oficio de las armas- deriva de la voz latina "miles": soldado. Esa palabra ha generado una gama de vocablos relacionados en las lenguas romances, desde el culto "mílite" al criollísimo "milico". Encontramos el "miliciano" (de "militia", que da origen a "milicia"), término con que usualmente se designa al civil armado o encuadrado en algún tipo de organización militar (antes también se lo llamaba "partisano", ahora lo llamaríamos "paramilitar").
También está el "militante", que viene a ser el integrante de alguna facción política o ideológica y que puede tener (o no) vinculación con la acción armada. Esta acepción en el campo político remite analógicamente a la profesión de las armas, a la obediencia y la lealtad militar.
En la Argentina actual parece haberse instalado (o regenerado) una cultura política militante. En el discurso político oficialista hay una constante apelación al concepto: se "militan" las campañas, se "milita" el compromiso (en una expresión algo redundante), se "milita" la función pública, el arte, la dirigencia, etc.
El asunto posee unas particularidades dignas de análisis. Por un lado se da en una sociedad casi completamente desmilitarizada. El desprestigio de las instituciones militares no se revierte y el gasto en defensa ha descendido a niveles inéditos (ojalá no tengamos que lamentarnos amargamente de la destrucción de las Fuerzas Armadas: sólo quien no ha leído ni una página de historia puede pensar que la guerra es una posibilidad superada).
Por otra parte, la lógica militante recupera elementos de la guerra civil que se vivió en los setenta. El militante es un reflejo más del setentismo. Pero la "militancia", tal como se la entiende hoy desde el poder, es el sustituto burocrático de la lucha armada. Se sabe que al soldado a sueldo se lo conoce como mercenario.
Libres o esclavos. La recuperación de una lógica así exige la existencia de un enemigo, la confrontación belicoide, la identificación de un elemento hostil interno a la comunidad política (si el enemigo fuese extranjero la lógica militante se transformaría en militar): sectores sociales, instituciones, minorías.
La generalización de la identidad del militante también nos puede estar diciendo algo respecto de las características de los vínculos que genera la cultura política en nuestro país.
Aristóteles distinguía dos tipos de imperio o de gobierno: el que no tiene en cuenta la libertad del gobernado y el que sí la tiene. Al primero lo denominó "imperio despótico" y es propio de los padres sobre los hijos pequeños o del amo sobre los esclavos. Al segundo lo llamó "imperio político" y es el que se da entre ciudadanos.
La lógica del militante remite a la analogía militar y se aproxima al imperio despótico: no es una obediencia que tiene en cuenta la libertad. No responde a vínculos propiamente políticos (personas libres que se relacionan con motivo del bien común) sino a clientelas, relaciones familiares o liderazgos caudillistas. Se le exige una respuesta similar a la de la consigna fascista: ¡obediencia ciega, pronta, absoluta! La deliberación no está dentro de sus actividades.
Militantes y funcionarios. Existe una rica sinonimia de "militante", con diversas inflexiones y matices: adepto, adicto, afecto, partidario, parcial, cliente, secuaz, seguidor, simpatizante, banderizo, correligionario, faccioso. Es propio del militante asumir el espíritu de facción. Se relaciona con la política en términos de conflicto. Pero además, en la medida en que lo que lo define es el cumplimiento o la observación de consignas, el militante asume la condición más elemental, básica y subordinada de la participación política. No le cabe decidir, sino simplemente acatar.
En este sentido, es verdaderamente trágico que destacados funcionarios y responsables de la dirección o el gobierno de organismos o instituciones públicas se definan como militantes. Son personas que por convicción u opción no pueden asumir su función directiva ni tener una visión de conjunto: subordinados y facciosos. Quien debe velar por el todo sólo se preocupa por la parte. Quien debería dirigir se limita a esperar órdenes.
"Nuestro amo juega al esclavo", cantaban los Redondos. Nada podría reflejar mejor la degradación radical de nuestra dirigencia que este "espíritu militante".
No cabe objetar al militante en sí: es una forma lícita de participación política, en la medida en que sea sincera (muchas veces la diferencia entre la militancia y el clientelismo es apenas perceptible). Pero lo inferior no puede ser modelo para lo superior: los que deberían mirarse en el espejo de los estadistas se conforman con ser esbirros.