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Maratones, la última aventura

Por Miguel Molina* Un chequeo basta para prevenir la mayoría de muertes súbitas en atletas.

Mensaje: se puede correr una maratón o una medio maratón con garantías relativas de supervivencia.

Es una noticia tranquilizadora para el entorno del corredor. A éste, la verdad, le dará igual saber si su afición es más o menos peligrosa.

El maratoniano ya asume que esta prueba comporta riesgos . Siempre hay algo que falla cuando el organismo supera los 30 kilómetros de marcha y se le pide un esfuerzo adicional. Por suerte, y como confirma el estudio, las crisis cardiovasculares son poco relevantes a nivel estadístico, pero el estrés que padecen las articulaciones, la musculatura, la piel en contacto con prendas que pueden llegar a rozar más de 40.000 veces la misma parte del cuerpo forman parte del encanto inconfesable de los 42,195 metros.

Porque la maratón se ha convertido en una de las únicas aventuras posibles en un mundo sin aventuras.

En una era en que basta un clic para viajar desde casa hasta el último milímetro cuadrado del planeta; cuando llegar al Everest, el Polo Norte, las selvas de Borneo o – pronto – los cráteres de Marte es cuestión de dinero, la aventura deviene, necesariamente, viaje interior.

Un viaje, en el caso de las carreras de larga distancia, hasta los límites físicos de nuestra experiencia vital, pero también hasta los confines de la constancia (hay que entrenar regularmente varios meses para completar una maratón con dignidad) y el sacrificio.

Al maratoniano nunca le asustará el riesgo. Seguirá imponiéndose unos insensatos tiempos de paso para acabar estrellándose contra el muro psicológico de los tres cuartos de carrera.
El reto vale la pena: quien ha corrido maratones sabe que no hay una sensación más dulce que superar ese terrorífico muro sin hundirse, saboreando la certeza de que podrá llegar hasta la meta sin tener que aminorar el ritmo.

*Periodista y escritor español