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La televisión en estado puro

*Vicente Verdu. La televisión por las mañanas, no cabe duda, realiza un servicio particular sobre millones de seres particulares pero también realiza un servicio general a infinidades de espacios y seres generalizables.

Hay quienes, siguiendo la animadversión sobre la que llaman "la caja tonta", no han salido de su tontería anacrónica y aborrecen la televisión vespertina y, sobre todo, la matutina, pero esta actitud, cuanto más conspicua es, menos ayuda a entender con lucidez la importante realidad matinal del mundo.

Todo el mundo matinalmente se halla cubierto por la pantalla de esa emisión televisiva, liviana, sana, insignificante y sosegante que decide el estar benéfico de incontables salas de estar, de innumerables bancos de cocina, de infinitas habitaciones de hospital y de eternas emisiones colgantes sobre las barras de interminables bares y pubs vacíos.

Nunca la televisión es quizá más auténtica que durante ese tiempo vano. Nunca, además, será más verdadera que cuando, por su cuenta, sin miradas ajenas que la ven o la juzgan, discurre autónomamente y se comporta como un dócil y servicial suceso a lo ancho del planeta.

En ciertas casas hay quien tiene los programas establecidos para cada hora si su situación de desempleado o de enfermo les permite marcar el tiempo de acuerdo a su voluntad y preferencias. Estos son como los centinelas de la programación, para los cuales se estudia y fija la parrilla en cada departamento de la empresa. Son también los consumidores audiovisuales puros, puesto que representan al consumidor por excelencia de nuestra época de consumición ininterrumpida. No engullen lo que ven mientras critican, no reciben lo emitido con la menor sombra de interés. Ven y oyen lo audiovisual sin guarniciones, complementos o excrecencias. Son quienes se sirven de lo audiovisual sin pretexto y sin conciencia. Son además consumidores extremadamente puros porque tampoco escogen esto o aquello con alguna intencionada determinación sino que se ofrecen al menú que la pantalla desee ofrecerles y, al igual que los pacientes de los hospitales, metabolizan con entera humildad, servidumbre y resignación los platos. Son pacientes sin impaciencia, televidentes sin exigencias, elementos basales de la intercomunicación automática legitimada en el hecho mismo de emitir y de no recibir, de ser emisor sin exigencia de receptor.

Pero también, un paso en este mundo blanco es el que se desarrolla como una performance solitaria en aquellos hogares donde la televisión funciona sin que nadie se encuentre en la pieza, nadie la vea o le preste la menor atención. Esta televisión funciona por entero a su aire o para sí. En su aire, creando su aire y sin ninguna contaminación ni aliento exterior.

No hay ojos ni oídos ni cuerpo alguno para ella sino que ella misma se escucha, si se escucha, o se ve, si lo deseara hacer sin contemplar posiblemente nada. Su espectáculo repetido o calcado fuera como reflejo de su espectáculo interior, a la vez desprovisto de función.

Sola pero plena, sin audiencia pero sin suspensión, la televisión vive a sus anchas y en el mejor de los mundos imaginables para cualquier programación, incluida no ya la peor programación sino la nula programación. Sin crítica ni censura, sin juicio positivo o negativo, sin intromisión ni destino. El aparato emisor funciona en estado puro en el funcionamiento estricto o sin ninguna función. No sirve a nadie, nadie la sirve, no se representa ni nadie la hace presente. Su presencia redunda en la ausencia y ella misma es una ausencia en movimiento.

Esta entelequia que habita a nuestro lado cumple el sueño ideal de la TV. Ser para sí y en sí. No proporciona ventajas a su dueño a la manera de los trabajos esclavos, no necesita ser mejor ni peor para recibir el aplauso o la condena de las gentes. Ella misma consiste en el absoluto de la TV, sin causa ni fin, igual a la TV antes de haber sido concebida, igual a la TV después de haber desaparecido la humanidad.

Indiferente, sigue y sigue encendida sin atenerse a la energía eléctrica que consume ni tampoco a la energía de los posibles actuantes ante las cámaras que acaso formen parte del mismo mundo sin espectadores ni emisores, criaturas anonadas en sí. Porque puede ser incluso cierto que esas cámaras responsables de emitir tampoco tengan tras de sí a unos u otros realizadores y funcionen sin la intervención de mano o cerebro algunos. Cámaras que graban y transmiten sin mediación de nadie y para nadie. Sin la colaboración directa de ninguna mente ni con la intención de llegar a mente alguna. Son como composiciones amentales , sementales de sí. Compuestos de un mundo onanista que acaso, gracias a su imposibilidad de copulación, determinen la nueva parte creciente del mundo, desprendida de fertilidad. Un mundo deshabitado de individuos actuantes, un mundo sin complejos ni destinos, un mundo transparente o sin fin. ¿Puede admirarse una obra mayor? ¿Una programación de superior escalofrío?