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La responsabilidad es ajena

Como suele suceder en las horas que siguen a un desastre tan luctuoso como el de la mañana del miércoles pasado...

... en el que murieron aplastadas 51 personas y resultaron heridas otras 700 al chocar contra los amortiguadores hidráulicos un tren repleto de pasajeros en la estación Once de la capital federal, funcionarios del gobierno nacional y voceros de la empresa concesionaria están procurando defender su propio accionar, dando a entender que todo se debió a la negligencia del maquinista Marcos Antonio Córdoba, que por algún motivo no habrá frenado a tiempo, teoría ésta que según parece ha adoptado el juez Claudio Bonadío que está a cargo de la investigación. Es por este motivo que, para indignación de muchos, el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner quiere figurar entre los querellantes, "victimizándose" con, es de suponer, el propósito de minimizar los eventuales costos políticos de una tragedia que la oposición no ha vacilado en atribuir a la ausencia de controles por parte del Estado. Sin embargo, aun cuando resultara que aquel accidente terrible sí fue consecuencia de un error cometido por un trabajador determinado, tal explicación de lo ocurrido sólo reflejaría la extrema precariedad de un sistema que, por cierto, no ha aprovechado los medios tecnológicos que servirían para reducir al mínimo los riesgos así supuestos. Por lo demás, según delegados de la Unión Ferroviaria, los trenes de la línea Sarmiento tienen problemas con los frenos desde hace años, de modo que sería cuando menos prematuro culpar al maquinista por lo ocurrido.

De todos modos, no cabe duda de que el accidente trágico de Once, como muchos otros acaso menos graves pero así y todo impactantes que se han producido últimamente, ha llamado la atención no sólo de la opinión pública local sino también de los medios de otras partes del mundo sobre el estado realmente catastrófico del sistema ferroviario nacional. Aunque el empresario de TBA, Roque Cirigliano, dice creer que el servicio es "aceptable" y el secretario de Transporte, Juan Pablo Schiavi, parece convencido de que lo único malo es que los frenos no funcionaron, o no fueron usados, no en un feriado sino en un día laboral, el consenso es que quienes viajan en tren en la Argentina tienen que resignarse a ser tratados como ganado, hacinados en vagones desvencijados, en la compañía de ladrones y drogadictos, sufriendo demoras imprevistas y, desde luego, enfrentando a diario los riesgos planteados por la condición defectuosa de todo lo vinculado con los ferrocarriles.

De acuerdo común, en la raíz de esta situación que da vergüenza está la falta de inversiones tanto para comprar trenes más modernos que los fabricados hace medio siglo o más como para mantenerlos debidamente, pero solucionar los problemas así supuestos no resultaría ser tan fácil como muchos parecen creer. Después de todo, no es sólo una cuestión de la voluntad, buena o mala, de los empresarios concesionarios y del gobierno nacional. También lo es de dinero y de las prioridades del gobierno. Aunque se eliminaran por completo la corrupción, los vicios propios del "capitalismo de los amigos" y la necesidad de apaciguar a los gremios dando trabajo a personas que no cumplen funciones útiles, seguiría siendo preciso encontrar más recursos financieros a fin de posibilitar la renovación global del sistema ferroviario que virtualmente todos están reclamando. Como es notorio, los costos de viajar en los trenes que unen el conurbano con la capital federal son exiguos, casi de regalo, merced a los subsidios cuantiosos aportados por el gobierno, pero por desgracia escasean los pasajeros que estén en condiciones de pagar lo suficiente como para que el servicio resultara económicamente viable y los empresarios pudieran invertir el dinero necesario para mejorarlo sustancialmente. Puede que el sistema actual de subsidios no sea el mejor, pero también resultarían criticables todas las alternativas, entre ellas la de estatizar nuevamente las empresas ferroviarias, puesto que para llevar a cabo los cambios considerados imprescindibles el gobierno tendría que gastar anualmente miles de millones de dólares, como hacen sus equivalentes en países como Francia y Alemania, en que el servicio es considerado adecuado.