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La pena de muerte

*Por Arnaldo Pérez Wat. Si funcionan las instituciones, los criminales que no muestren posibilidad de cambio deben tener cadena perpetua.

El benedictino español Martín Sarmiento (1695-1772) sostuvo que, por malvado que sea un hombre, es más útil a la sociedad vivo que muerto. La idea fue sustentada posteriormente por Cesare Bonesana, marqués de Beccaria (1738-1794), quien se llevó el mérito por haber iniciado la campaña abolicionista.

Ronald Reagan opinaba: "Estoy de acuerdo con suprimir la pena de muerte, pero que empiecen los delincuentes". En realidad, antes que él, Alfonso Karr, en París, 1877, dijo: "Que la pena de muerte desaparezca, desde luego, pero que los señores asesinos comiencen". En el libro del Génesis, capítulo 9,6; después que Noé salió del arca, Dios lo bendijo y le advirtió: "Derramada será la sangre de cualquiera que derrame sangre humana". Santo Tomás sostuvo que hay que amputar el miembro o la parte enferma de la sociedad.

Un psicólogo por allá. Se nos ocurre que si Dios permitiese que, en todo el mundo, cada cierto número de habitantes existiese un psicólogo de coeficiente intelectual 10 mil, el cual tuviese la virtud de leer el cerebro de los delincuentes enjuiciados, entonces, en ese caso, obviando años de charla en el diván, el profesional rápidamente reconstruiría la historia personal del reo. Hallaría en horas la causa del delito y siempre encontraría que no es justo condenarlo.

Habría que abolir las cárceles, pues la culpabilidad es un resultado de la educación y del ambiente, ya sea un joven o un adulto que se dedique a rayar autos en la vía pública. Es probable que esté diciendo: "¡Reparen en mí!".

Lo deplorable tiene lugar cuando un chico grita más drásticamente que lo tengan en cuenta y termina baleando a sus compañeros en un colegio.

El terrible criminal John Dillinger –el delincuente más temido en los Estados Unidos, muerto en 1934 por el FBI y que asesinó a cientos de personas– contó que, cuando era chico, tomaba un tranvía a la hora que no había aglomeración, inspeccionaba el coche para elegir un señor apuesto y se sentaba al lado. Se hacía la ilusión de que tenía un papá. Añadía que, a veces, su sueño se interrumpía demasiado pronto, porque el pasajero descendía en la parada siguiente.

Muchos psiquiatras, desde 1960, insisten en que la ejecución es inmoral. Hacen hincapié en estos "hijos amados de nadie", como decía el doctor Karl Menninger, director de una famosa clínica. Pensaba que la psicología tiene la capacidad de resolver si el sujeto es o no factible de reformarse. Si fuese posible, se acudiría a la educación para acelerar ese cambio, para acelerar el reajuste del reo con un puesto adecuado en la sociedad, dejándolo en libertad condicional.

Opinamos que hoy, en la Argentina, no puede existir la pena de muerte, porque la división de poderes no es precisamente un modelo de democracia en su desarrollo institucional. Recuerden que, si en la época en que la autoridad política funcionaba aquí más o menos bien, el ladrón de gallinas era detenido con más violencia que el potentado delincuente, ¡madre de Dios!, lo qué sería ahora.

Si funcionan bien las instituciones, los criminales que asesinan con probada premeditación y que no muestren posibilidad de cambio, deben recibir la cadena perpetua. Ahora, si en las cárceles "sanas y limpias" continúan asesinando presos y mandando a asesinar afuera, y aislarlos requiere un déficit tal que se traga en su mayoría el presupuesto de la educación y la salud, provocando la miseria de muchos hogares, entonces, ante el eslogan "estamos por la vida", habrá que analizar o preguntarse de qué vida se trata.