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La ley de la selva

El Estado es el principal responsable de la anomia que ha permitido la incesante e ilegal usurpación de predios.

La virtual anomia que se vive hoy en distintas zonas de la Capital Federal y del Gran Buenos Aires a partir de la acción de grupos que, mediante la violencia, se apoderan de espacios públicos e incluso de propiedades privadas, alegando su derecho a una vivienda digna, reconoce como principal responsable a un Estado que, al margen de demostrar su incapacidad para enfrentar determinados problemas sociales, ha exhibido una llamativa tolerancia frente a esa clase de atropellos en los últimos años.

La ola de usurpaciones de parques públicos y terrenos de propiedad privada que se registra en estos días tiene mucho que ver con un discurso oficial, encabezado por la propia presidenta de la Nación, que da cuenta de una grave admisión: que el Estado es incapaz de garantizar el orden público y que las fuerzas policiales no están capacitadas para reprimir sin excesos y sin violaciones a los derechos humanos.

Esa irresponsable confesión oficial y la deserción de las autoridades nacionales a la hora de desalojar a quienes ocupen tierras que no les pertenecen no han hecho más que alentar nuevas usurpaciones, como la producida en el parque Indoamericano, en Villa Soldati.

El fenómeno de la toma de tierras puede parecer en estas horas novedoso. Sin embargo, no es más que otra manifestación de la generalización de la extorsión y la violencia como métodos para la obtención de beneficios personales o sectoriales.

Durante años, el gobierno kirchnerista hizo la vista gorda frente a las atrocidades de la llamada patria piquetera, con el pretexto de que la protesta social no puede ser criminalizada. Las propias autoridades nacionales incluso se valieron en más de una ocasión de esos grupos que hicieron del piquete una bandera, para ver satisfechos algunos de sus fines políticos.

Lo cierto es que esos malos hábitos consentidos por el Estado se fueron generalizando hasta convertirse en parte de una lamentable cultura política, que se ha extendido a distintos sectores como herramienta para conseguir un objetivo particular.

No menos influjo en las tristes medidas de acción directa que hoy mantienen en vilo a los habitantes del área metropolitana ha ejercido la habitual carga de agresividad que exhibió el kirchnerismo en su discurso público, incluidas las deplorables referencias de la Presidenta a una lucha de clases. Ese tipo de mensajes sólo contribuyen a alimentar la tensión social y a internalizar en la sociedad la equivocada idea de que el conflicto permanente es la única vía para el progreso social.

Cuando se alienta el desorden público desde arriba, cuando las fuerzas de seguridad se muestran incapaces de garantizar el respeto por la ley, cuando las autoridades equiparan el concepto de represión -figura más de 200 veces en nuestro Código Penal- con una violación de los derechos humanos y, por ende, se abstienen de reprimir el delito, aun incumpliendo órdenes judiciales, nos acercamos a un peligroso estado de anomia, que podríamos catalogar como la ley de la selva. Los violentos enfrentamientos entre vecinos de algunos de los parques ocupados y quienes allí se asentaron ilegalmente son una preocupante consecuencia de ese estado de anomia.

Frente al vertiginoso crecimiento de la violencia, es menester que los gobernantes dejen de especular con los costos políticos de unos y de otros, e inicien un diálogo serio y responsable, tendiente a arrimar las mejores soluciones a un problema que, aunque la Presidenta lo niegue, se ha desmadrado.

Es hora de que las autoridades nacionales y de los gobiernos porteño y bonaerense asuman las responsabilidades que les correspondan para dar respuesta a un problema de importantes dimensiones, que tiene una raíz social, pero otra claramente delictiva que no puede ser desatendida. El peor mensaje que se podría dar hoy a la sociedad es que desde el Estado hay que premiar a quienes pretenden vivir de espaldas a la ley y a quienes siembran la violencia.