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La inclusión de personas diferentes

Por Graciela Minoldo* Quienes tenemos un hijo que se destaca por su diferencia, condición, discapacidad o como se prefiera nombrar (tratando siempre de no estigmatizar ni subestimar), asumimos una mirada atenta del entorno.

Quienes tenemos un hijo que se destaca por su diferencia, condición, discapacidad o como se prefiera nombrar (tratando siempre de no estigmatizar ni subestimar), asumimos una mirada atenta del entorno.

Si bien cuando pasa el tiempo y adquirimos más seguridad en nuestro rol, esa atención se va relajando; como contrapartida libramos una vigilancia necesariamente activa del trato que los demás dispensan a nuestro hijo. Como paralelo, agrego, debemos cuidar que nuestro hijo también tenga un trato natural con los demás. Todos conocemos la discriminación inversa, siempre bien intencionada, pero no por ello menos perjudicial. En el artículo editorial publicado este mes en www.down21.org «El precio de la fama», se analiza que mientras las personas en otra época de la civilización (mayormente, aunque hoy existen también) escondían a los hijos que no nacían como se esperaba; hoy en cambio los muestran, y además son "famosos" en los núcleos sociales donde participan. Y la necesidad de reflexión persigue que tomemos conciencia de lo que hacemos para que no se torne un privilegio la discapacidad, porque ello en lugar de favorecer, perjudica.

La verdadera inclusión social ocurrirá cuando no miremos especialmente a una persona que no consideramos "normal" sólo por dicha razón, sino cuando pase prácticamente desapercibida, como otro más que está allí, entre nosotros, con naturalidad.

Lo ideal es que alguna vez las personas aceptemos la diversidad sin distinciones, salvo claro está, permitiendo ejercer los derechos particulares, como cada uno de nosotros, en su actividad posee. De parte de sus padres debemos tratarlo como otro hijo, con los límites necesarios para que su comportamiento sea adecuado, porque se puede y depende mucho más de sus progenitores que de ellos mismos y de los demás.

De parte de sus educadores, no privilegiando —desde la lástima— sus intervenciones, sino como debe ser en cada alumno, una educación adecuada a sus potencialidades. Así, no tomar ese alumno como destacado del resto simplemente porque tiene una "anomalía"..., se espera en cambio que sólo constituya un ejemplo cuando así lo justifique su concreto obrar. Que podrá hacer tres ejercicios de matemática cuando otro sin dificultades intelectuales haga seis en el mismo tiempo, no es privilegiarlo, sino adecuar la educación a sus posibilidades. Y porque muchas veces la línea es delgada entre lo que se hace y lo que se debe hacer, requiere nuestra permanente toma de conciencia crítica en la relación responsable que hemos de asumir. Ojalá todas las personas —aun las que no tienen "a mano" una con discapacidad— se permitan pensar sobre su obrar frente a ellos. Ciertamente no aprobamos el rechazo, pero tampoco las muestras exageradas de cariño para quienes ni siquiera aún no se conocen entre sí; poseer rasgos físicos que lo distingan exteriormente no indica que los demás puedan considerarlo un ser de luz, al menos no debería serlo o no es positivo, desnaturaliza.

Lo ideal como evolución humana es que vayamos aceptando al otro con discapacidad, como alguien que tiene tanto derecho como uno a vivir e intentar ser feliz; pero darle un lugar privilegiado de por sí, no lo ayuda a que sea tratado como cualquier otra persona y que como tal pueda asumir sus obligaciones en la sociedad, y así exigírsele lo que corresponda. Bregamos por su autonomía y para que dentro de sus posibilidades coadyuve en la convivencia social de manera positiva.

Los educadores estarían reemplazando la palabra "integración" porque distingue: este sí, aquél no; por una mucho mejor: "inclusión", que abre las puertas sin condicionamientos. Es entonces que a la hora de inscribir un niño "diferente" en la escuela, se espera que sus directivos naturalicen la cuestión y lo acepten sin tapujos.

Sabemos que a veces falta preparación de las personas que están al frente de una escuela, de un aula; pero apuesto a que si se ha evolucionado individualmente como para aceptar desde el amor, todas las diferencias, se podrá sin dudas lograr un cometido humanitario y cumplir con aquello que nos incumbe.

Los padres somos (o deberíamos ser) los primeros que trabajamos sobre la aceptación de lo inesperado, incluyendo el desconocimiento de las patologías, y por eso sabemos que esto sólo se logra desde el amor, haciendo un corrimiento de aquello que "lo diferencia" para poder ver al hijo por sobre lo demás.

Por eso siempre decimos que no tenemos una hija down, ella es una persona "con" Síndrome de Down, distinguiendo claramente lo principal de lo que no es determinante desde el amor. Pareciera que por ahora formamos parte de un "mundo paralelo" que brega para ser incluido en el de todos, con naturalidad. Y sin dudas, nunca dejaremos la esperanza de que así sea.