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La "farandulización" de la política

La política puede no haber sido hecha para comediantes, pero tampoco para quienes su única vocación es servirse de nosotros

La política hace tiempo dejó de ser, al menos en la Argentina, esa empresa vocacional que reunía, más allá de sus disidencias, a un grupo de personas dispuesto a meterse de lleno en la cosa pública para tratar de servir al país. No se requería arrastrar un pasado ilustre ni había que acreditar riqueza alguna a los efectos de integrarlo. Bastaba la resolución de zambullirse en aguas turbulentas, en donde muchas veces quedaba maltrecho el buen nombre y hasta el honor, con el objeto de gerenciar los asuntos de la República. La política daba lustre, pero, a cambio, demandaba a quienes se lanzaban al ruedo dedicación exclusiva.

En épocas seguramente más señeras que la presente, cuando éramos un ejemplo por imitar en el mundo, nuestra clase política se correspondía bien con la excelencia educativa, la movilidad social y la cultura del esfuerzo que hicieron grande a la Argentina. De la misma manera que, cuando dio comienzo la decadencia, la política se degradó y los políticos pasaron a ser considerados un conjunto de advenedizos, sólo interesados en quedar bien con el poderoso de turno e incrementar en forma desfachatada su patrimonio.

Hubiera sido un contrasentido que en consonancia con la declinación de las costumbres, el quiebre de las instituciones, la recusación de las jerarquías naturales y la subversión de los valores, el reclutamiento de la clase política no sufriera transformaciones. Por de pronto, sus integrantes resultaron cada vez menos honestos y, sobre todo, menos preparados para desempeñar cargos que, de ordinario, les quedaban grandes.

Harta de tanta incompetencia y soberbia, la gente miró para otro lado buscando, en ámbitos distintos de los usuales, hombres que pudieran -aun sin una gran formación- representar mejor a la ciudadanía. Fue entonces cuando se produjo un fenómeno, impensable años antes: la irrupción de actores y deportistas en lugar de los clásicos abogados, médicos e ingenieros que mayoritariamente poblaban las cámaras de diputados y los senados, los ministerios, las gobernaciones, las intendencias y los consejos municipales.

El paso dado recientemente, en la provincia de Santa Fe, por Miguel del Sel, integrante del famoso trío Midachi, no hace más que confirmar una tendencia nacida durante los años noventa con la convocatoria que a Ramón Ortega, Carlos Reutemann y Daniel Scioli les hiciera el entonces presidente de la Nación, Carlos Menem, y luego continuada, con suerte diversa por Nito Artaza y la cantante Nacha Guevara, entre otros.

¿Es saludable que esto suceda o supone bajar un escalón más en la degradación de la política? Sería de suyo injusto contestar la pregunta en general. En atención al nivel promedio de los políticos, no se puede decir que los recién llegados hayan desmerecido las nuevas funciones que asumieron. Una comparación sencilla del desenvolvimiento que han tenido los venidos del mundo del espectáculo y del ámbito deportivo respecto del de los políticos tradicionales no deja mal parados a aquéllos. Algunos, ciertamente, han resultado mejores que otros.

No es cuestión de escandalizarse por esta realidad ni tampoco parece pertinente saludarla con alborozo, aduciendo que cualquiera es mejor que la clase política tradicional. Es cierto que uno desearía el retorno de esos grandes oradores, intelectualmente brillantes, capaces de meterse en honduras, discutir con propiedad y gerenciar con honestidad el erario común, que no pensaban en la política a la manera de un atajo para abusar del poder y engrosar sus cuentas bancarias. Pero no lo es menos que hemos llegado a este estadio precisamente por su falta. Como la clase política es lo que es y difícilmente vaya a cambiar, resulta lógico que, tratando de compensar sus falencias, se recurra a deportistas, artistas o actores cómicos de renombre que tienen todo el derecho del mundo a probar suerte si demuestran capacidad y saben rodearse de colaboradores capaces.

La política no ha sido hecha para los comediantes -aun cuando tenga algo de comedia-, pero tampoco para los que, so pretexto de representarnos, no han demostrado otra cosa que una vocación torcida: la de servirse de nosotros. A estas alturas de los acontecimientos, nadie es, a priori, mejor que otro. Es verdad que, en teoría, a un cómico le corresponde un escenario que no debería ser el del político. Pero en la práctica está visto que, respecto de la cosa pública, en la decadencia argentina cualquiera puede resultar idóneo.