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La familia del nene de 5 años que murió por la explosión de la AMIA aún no cobró la indemnización del Estado

Los padres de Sebastián Barreiro en un símbolo de la brutalidad de la masacre. Tuvieron que abrir una sucesión para el pequeño.

La historia estremece. Sebastián Barreiros se convirtió en un símbolo de la brutalidad de la masacre. La explosión que sacudió los cimientos del edificio de la AMIA -y también los de una sociedad que, a 26 años, espera justicia- lo arrancó de la mano de su madre, Rosa Montano. Tenía solo 5 años. Su nombre integra el listado de los 85 muertos que provocó el ataque. En el brazo destrozado de su madre quedaron las huellas del dolor.

Al día de hoy, más allá de los compromisos del Estado para reparar a las víctimas, la familia de Sebastián aún no fue indemnizada. Sus padres tuvieron que iniciar una sucesión... Una sucesión de un nene de 5 años que no tuvo herederos ni bienes propios. Su caso no es el único, pero muestra el absurdo de esta historia.

El 18 de julio de 1994, Rosa despertó a Sebastián y le hizo el café con leche. Era el primer día de vacaciones de invierno. Vivían en Villa Bosch, Tres de Febrero, y ella tenía que ir hasta el Hospital de Clínicas por una consulta. Pensó en ir con Sebastián y después llevarlo a comer una hamburguesa. Se tomaron el tren hasta Chacarita. Al bajar, Sebastián pidió ir en subte, porque había túneles como los de las Tortugas Ninjas. Bajaron en Pasteur y ella preguntó hacia donde estaba el hospital. Era caminar derecho tan solo cuatro cuadras.

En Pasteur al 600, en la cuadra de la AMIA, en la vereda de la AMIA, Rosa se detuvo a mirar la vidriera de un negocio de ropa. Sebastián iba tomado de su mano. Hicieron juntos unos pasos, cuando Rosa escuchó un ruido que la asustó. Eran dos obreros tirando escombros en el volquete que había en la puerta de la AMIA.

Apenas pasó un segundo y escuchó otro ruido. Esta vez fue brutal. Era la explosión. Un “viento”, como lo describió ella al declarar en 1996 en el juzgado, la empujó hacia la calle. Pero también la empujó de Sebastián, que salió despedido a varios metros de ella. “En ningún momento la declarante perdió el conocimiento por lo cual lo único que quería hacer era ayudar a su hijo”, dice fríamente el expediente judicial.

Alrededor de Sebastián habían dos personas heridas. Rosa le pidió ayuda a un hombre vestido con ropa azul. Pero el hombre ni le prestó atención. Salió corriendo hacia la avenida Córdoba. Una chica, con guardapolvo celeste, quiso levantar a Sebastián, pero no pudo. Un hombre que estaba por allí lo alzó y comenzó a caminar hacia el Clínicas. Rosa, herida en la explosión, caminaba desde atrás lo más rápido que podía, pero casi no podía caminar. Al llegar a la esquina, un policía y otro hombre la metieron en un auto... Una camioneta Trafic blanca. Justo el mismo tipo de vehículo que se usó para detonar la AMIA.

En su interior, estaban las dos personas que habían quedado heridas al lado del nene, durante la explosión. Ahí mismo la llevaron al Hospital de Clínicas. Nunca volvió a ver a su hijo. “Yo preguntaba a mis familiares por qué estaban todos conmigo en vez de cuidarlo a él, hasta que me explicaron que por él ya no se podía hacer nada y que ahora tenía que mejorar yo. Ni siquiera pude enterrarlo”.

“Mamá, ¿por qué está ese auto parado ahí, en medio de la calle?”, fue lo último que preguntó Sebastián a su mamá antes de las 9.53 del 18 de julio de 1994, antes de que ese “viento” lo arrancara de su vida. Así lo relató ella cuando le tocó declarar el 31 de octubre de 2001 ante el Tribunal Oral Federal 3. Cuando Rosa llegó a la sala de audiencias, el ambiente se inundó de silencio y tensión. Hasta algunos abogados lloraron. Era presenciar el dolor en carne viva.

En el banquillo estaban Carlos Telleldín y cuatro policías, encabezados por Juan José Ribelli, acusados de ser la conexión local del atentado. Todos terminaron absueltos después de tres años de debate y un fallo que destapó las irregularidades de la investigación y sirvió para mandar al banquillo al juez que tuvo en sus manos la causa, Juan José Galeano, junto al ex presidente Carlos Menem, el ex titular de la SIDE y hasta al ex presidente de la DAIA.

La palabra Justicia a la hora de hablar de la causa AMIA deja demasiados sinsabores. Esa sensación de amargura no abarca solo la impunidad del atentado. Para algunas de las víctimas -no todas- , la huella del desamparo continúa.

A finales de 1994, el Estado dio un subsidio general para las víctimas del atentado. Eran momentos del uno a uno. Unos 50 mil pesos/dólares por cada fallecido, 36 mil por cada herido grave y 30 mil para los heridos leves. Tanto así que hasta hubo “un muerto” que cobró el subsidio y que en realidad nunca había muerto en el atentado. Se llamaba Patricio Irala y su mujer presentó los papeles para informar que había fallecido. Era todo trucho. A Irala lo encontraron en Paraguay en 2001 y juró que no sabía nada; a su ex mujer le iniciaron una causa por estafa. Irala fue la víctima 86 hasta que se dieron cuenta del engaño.

Más allá de aquel subsidio, muchas de las víctimas fueron a tribunales a iniciar demandas por daños y perjuicios. Muy pocos llegaron a cobrar resarcimientos, según las fuentes consultadas por Infobae.

En 2005, el Estado argentino se declaró culpable por el atentado por no haber garantizado ni la seguridad ni la justicia a las víctimas. Fue consecuencia de la demanda que impulsó la agrupación Memoria Activa ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Con el decreto 812 que firmó el entonces presidente Néstor Kirchner, el Estado asumió una serie de compromisos, entre ellos la indemnización a las víctimas.

Sin embargo, durante años se discutió cómo se haría. Un proyecto de ley propuso copiar las reparaciones que se le habían dado a las víctimas del terrorismo de Estado, pero el debate tuvo marchas y contramarchas. Pasaron diez años. El 29 de abril de 2015, el Congreso sancionó la ley 27.139 que estipuló “otorgar un resarcimiento económico a las víctimas del atentado perpetrado a la sede de la AMIA”. Según se sostuvo, tendrán derecho a percibir “un beneficio extraordinario, por única vez, a través de sus herederos o derechohabientes o por sí, según el caso, las personas que hubiesen fallecido o sufrido lesiones graves o gravísimas” como consecuencia del ataque a la AMIA.

La ley subrayaba que "la avanzada edad y el estado de salud que presentan las víctimas constituyen circunstancias excepcionales que tornan ineficaz el seguimiento de los trámites legislativos ordinarios previstos para la sanción de las leyes" y obligaban a la urgencia de arribar a "una solución estatal justa, equitativa, integral y definitiva para todas las víctimas del atentado a la AMIA, sin distinción". "Es prioridad del Gobierno Nacional dar cumplimiento al compromiso internacional asumido por el ESTADO NACIONAL, en relación a garantizar el derecho a la reparación integral de todas las víctimas del atentado a la AMIA".

Hubo un plazo de seis meses para inscribirse y hacer los trámites en el Ministerio de Justicia. El monto oscilaba en 100 sueldos máximos de la administración pública. Al monto que se le asignaba, había que descontarle el subsidio que se le había entregado en tiempos de Menem. Y se dispuso que el dinero sería cobrado por bonos de consolidación serie octava, que vencen en 2022, según se reglamentó en 2016.

Con eso, cada familia tuvo que ir a la justicia, en forma individual, a hacer la sucesión para poder cobrarlo. Y ahí, al no estar unificado, dependió de la posibilidad de cada víctima de reencontrarse con esa historia -y los documentos que conlleva-; y de cada tribunal que recibía el planteo. Hubo gente que lo resolvió rápido. A otros, en cambio, las cosas se les complicaron y aún no pudieron cobrar. Ese es el caso de la familia de Sebastián.

Rosa y su marido, Julio Cesar Barreiros -quien esta semana se reunió con el presidente Alberto Fernández porque se pondrá una placa con el nombre de su hijo en la Casa Rosada- tuvieron que abrir una sucesión para poder recibir ese dinero. Una sucesión para su hijo de 5 años. “Venimos en nuestra calidad de únicos herederos a iniciar el juicio sucesorio ab intestato de nuestro hijo Sebastián Julio Barreiros -dice la presentación a que accedió Infobae-. Nuestro hijo falleció el 18 de julio de 1994, con tan solo cinco años de edad, en ocasión del atentado a la sede de la AMIA (...) siendo soltero y sin descendencia”.

El caso se abrió en 2017. Al menos, el juez civil de San Martín Claudio Hugo Fede, al que le tocó la causa, avaló la sucesión como una posibilidad para que los padres de Sebastián y su hermana puedan cobrar el resarcimiento que otorgó el Estado. El procedimiento requiere de una serie de trámites que, según indicaron a Infobae fuentes judiciales, se demoraron, además, por culpa del coronavirus.

Mientras tanto, hay otros familiares de fallecidos que ni siquiera tuvieron esa suerte. En sus causas se debate si el dinero es de los herederos o si debe integrar la sucesión, como si hubiera pertenecido al fallecido primero -con las complicaciones que eso conlleva-. “Hay gente que se va a morir sin cobrar”, dijo a Infobae una fuente judicial que sigue con atención estos procesos. “Al día de hoy, tampoco es que se van a poder comprar una casa con lo que les den”.

Es que la reparación que promovió el Estado también tiene su propia desgracia interna a la luz de la marcha económica de la Argentina. Como la indemnización está fijada en bonos que vencen en 2022, aquellos que se apuraron en hacer los trámites, apenas salió la ley, los cobraron y los convirtieron a dólares, tuvieron más suerte que aquellos que decidieron quedarse en esos valores y percibir trimestralmente las rentas que se le da hasta que llegue el 2022. Los que todavía no cobraron, si pudieran hacerlo hoy mismo, recibirían apenas la tercera parte de los que, a tiempo, convirtieron su indemnización en billetes americanos.

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