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La dolorosa lección del parque

*Por Carlos Pagni. La Argentina está realizando en estos días su pequeña contribución a la teoría del caos. El gobierno nacional cree que detrás de la ocupación de espacios baldíos están el macrismo y, más allá, "el padrino", Eduardo Duhalde.

En el gobierno porteño sospechan que, como los voceros de los intrusos se identifican con los Kirchner, las operaciones son una maquinación de la Casa Rosada. La Presidenta supone que la Policía Federal está complicada en una maniobra de desestabilización, provocando muertes deliberadas. Por lo tanto, la retira de la escena y la interviene. Los policías presienten que, en el caso de un eventual malentendido, no podrán esperar de sus superiores ningún respaldo. La muerte del militante trotskista Mariano Ferreyra y los asesinatos y disturbios del parque Indoamericano vinieron a confirmar que cada bala que se dispara hoy en el país parece tener un responsable asignado de antemano. Cada actor, cada facción, se prepara para que el otro le tienda una trampa, le tire un muerto. Y actúa, por lo tanto, en consecuencia.

En su estupendo libro A treinta días del poder , el historiador Henry Ashby Turner demostró que uno de los factores que más ayudaron a Adolf Hitler a tomar posesión de la cancillería, en enero de 1933, fue que los líderes de la política alemana de aquel entonces actuaban con una hipótesis equivocada respecto de lo que pensaban y pretendían sus adversarios y competidores. Las sociedades cuyas elites padecen un déficit importante de comunicación están expuestas a padecer grandes pesadillas. Esa es la tesis de Turner: la falta de diálogo produce caos. A esta verdad se ha ido aproximando en los últimos años la Argentina.

En este contexto, el viernes se produjo un episodio inesperado. Un grupo bastante amplio de políticos consiguió salir por un día de la torre de Babel a fin de elaborar un "Acuerdo de Gobernabilidad y Políticas Públicas" que trasciendan los períodos presidenciales. Entre los participantes están varios de los aspirantes a suceder a Cristina Kirchner en 2011: los radicales Ricardo Alfonsín y Ernesto Sanz; el líder de Pro, Mauricio Macri, y los peronistas disidentes Felipe Solá y Eduardo Duhalde. Es cierto que Elisa Carrió no participó, pero sí estuvo María Eugenia Estenssoro, que es senadora por la Coalición Cívica. Entre los firmantes estuvieron Rodolfo Terragno, Francisco Cabrera, Carlos Brown, Oscar Aguad, Hermes Binner, Eugenio Burzaco, Gabriela Michetti, Margarita Stolbizer, Jaime Linares, Daniel Katz, Ramón Puerta, Eduardo Amadeo, Gerardo Morales, Ricardo Gil Lavedra, entre otros. No hubo, es curioso, ningún representante de Francisco de Narváez.

El documento expresa criterios comunes sobre gobernabilidad, defensa del Estado de Derecho y de la seguridad jurídica, transparencia y acuerdos para una agenda socioeconómica.

A pesar de que los suscriptores del pronunciamiento aclararon que competirán entre sí el año que viene, es imposible desligar la iniciativa de algunas negociaciones electorales en curso. La más activa tiene que ver con el acercamiento entre Duhalde y Macri. La reunión del viernes fue promovida, sobre todo, por Cabrera -ministro de Desarrollo Económico porteño- y por Brown -responsable del Movimiento Productivo Argentino, del duhaldismo-. Para ellos el seminario sería la vidriera desde la cual exhibir, por primera vez, una alianza entre Macri y Duhalde. La tormenta de Soldati y, en especial, las imputaciones del kirchnerismo contra Duhalde por esos episodios aconsejaron postergar la foto. De cualquier modo, la asociación de Pro con el peronismo disidente de la provincia de Buenos Aires ya está sellada.

La reunión del viernes se corresponde también con otras hipótesis de poder. Una de ellas es la negociación de un entendimiento opositor que sería llevado por cualquiera de los candidatos que enfrente al Gobierno en una eventual segunda vuelta. La otra, más controvertida, supone integrar una oferta electoral única para la primera vuelta. La conducción de la UCR y Duhalde son el eje principal de esta idea. Habría que seguir de cerca, entonces, el tejido que hoy urden en esa dirección Terragno y, con más sigilo, Enrique Olivera.

La exploración de esas alianzas pretende ser la respuesta para un dato duro que presentará la política a partir de 2011: es difícil que, cualquiera sea el ganador de las elecciones de octubre, la próxima administración cuente con mayoría en la Cámara de Diputados. Por lo tanto, sólo mediante un pacto multipartidario el Congreso superaría el pastoso empate en el que se encuentra desde que el kirchnerismo perdió las elecciones, en junio del año pasado.

Como se viene demostrando desde 2003, el Gobierno tiene un olímpico desdén por los partidos políticos. A la coordinación de fuerzas que ensayan los principales líderes opositores Cristina Kirchner le opone un acuerdo corporativo entre el Estado, los sindicatos y las empresas. El experimento, que en la Casa Rosada consideran crucial para moderar la inflación, encuentra dificultades todos los días. Hugo Moyano, por ejemplo, no se cansa de repetir entre amigos: "Jamás firmé una cláusula de paz social, y menos voy a hacerlo ahora, para ayudar a los que me persiguen con la Justicia". En la comunidad de negocios también existen resistencias a pactar con una administración que maniobra en el seno de las asociaciones empresariales -en AEA y, desde el último viaje presidencial a Seúl, en la UIA- para provocar alineamientos políticos.

El fracaso del pacto intersectorial tuvo otra manifestación la semana pasada. Julio De Vido había alcanzado un acuerdo entre empresas y sindicatos energéticos, reducción a escala de aquel otro entendimiento general. El experimento naufragó en Chubut, donde la lucha entre dos sindicatos petroleros puso al país al borde de un colapso energético el viernes pasado. En las instalaciones de YPF se registró la semana pasada un inusual nivel de violencia, con piquetes de activistas con nombres de guerra, organizados para actuar las 24 horas. En Olivos hubo tal estupor que la Presidenta pensó en enviar la Gendarmería a Comodoro Rivadavia.

Desprovista de debate, negociación y pensamiento estratégico, la sociedad argentina está acudiendo a un método insólito: para tomar contacto con sus problemas de largo plazo debe esperar una convulsión o, llegado el caso, la irrupción de alguna muerte inútil. La de Ferreyra corrió el velo sobre las complicidades entre el Gobierno, los sindicatos y las empresas ferroviarias en el diseño de una política de transportes disparatada y corrupta. Los asesinatos de Soldati convencieron a la Presidenta de que debía dialogar con las autoridades municipales y ofrecer alguna solución al problema del orden público.

Esta secuencia sangrienta llevó a Cristina Kirchner a buscar una receta incruenta para disolver disturbios sociales. Ese es el principal cometido que tiene asignado Nilda Garré. Las convulsiones de estos días pusieron en evidencia, sin embargo, que la Argentina requiere mucho más que una política de seguridad. Para advertirlo alcanza con leer los documentos del Banco Interamericano de Desarrollo que sirven de base al Plan Familias, el programa de asistencia social más ambicioso de la actual administración. Allí se consigna que el país sigue abordando la marginación y la pobreza con estrategias de cortísimo plazo, útiles para atacar una emergencia, pero no para una promoción social consistente.

Los funcionarios entregan subsidios pero se desentienden de integrar a los beneficiarios al mercado laboral; el seguimiento de los que reciben asistencia es casi nulo; la coordinación entre ministerios y jurisdicciones provinciales es ínfima; las malas estadísticas obligan a combatir la exclusión con bastonazos de ciego, entre otras deficiencias. Allí no se habla de otros percances, más delicados: por ejemplo, que la directora de Organismos Internacionales del Ministerio de Economía, Gabriela Costa, estaría haciendo malabares para justificar, con el auxilio de la consultora BDO, la aplicación de subsidios por 500 millones de dólares.

La baja calidad de la política termina reflejándose en los números. El dichoso "modelo productivo" no consiguió todavía mejorar el índice de Gini -mide la desigualdad según la distribución del ingreso- que se verificaba durante la "convertibilidad neoliberal". Tampoco Cristina Kirchner pudo construir más viviendas sociales que Carlos Menem: desde 2003 el promedio de casas terminadas es de 47.000 por año, un número inferior al de los malditos 90. Una lección dolorosa, aprendida en el parque Indoamericano: al gobierno nacional y popular le falta, mal que le pese, una política social inteligente.