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La arbitrariedad y el poder

*Por Arnaldo Pérez Wat. Cuando un país está sano, no hay que recurrir a la fuerza para sostenerse en el poder.

Una de las dificultades para la tranquilidad social estriba en que la mayoría de los hombres quiere mandar y no obedecer. Desean liberarse de la autoridad de los otros y que éstos sean subordinados de su voluntad, de su arbitrio o de su capricho.

La referida inclinación tiene por principio el amor propio y es factible que se traduzca en las más heroicas como también en las más abominables acciones. En consecuencia, el monarca o el que manda puede resultar absoluto y contentarse con que aquellos a quienes manda se le muestren sumisos y den señales de respeto y consideración. No obstante, si no logra la superioridad con su conducta, puede decidirse por ejercer un poder mayor y se vuelve arbitrario –actitud que consiste en desentenderse de todo respeto y razón– de toda ley y opinión ajena y, como resultado, obrar caprichosamente. Y si se añade que es justo o injusto cuando se le antoja, entonces pasa a ser un déspota.

Equivale a decir que estos cuatro conceptos tomados en pares (absoluto-despótico; arbitrario-caprichoso) tienen un significado parecido. Veamos los segundos:
Gengis Kahn, caudillo de la Mongolia Oriental, arbitrariamente se convirtió en dueño de la parte oriental y central de China y luego de la parte meridional y central. Al subyugar a las provincias del reino de Kin, observó que esos campesinos no tenían condiciones de militares y que sería más práctico matarlos a todos arbitrariamente, pero no de manera despótica ni caprichosa: quería transformar esos campos en pasturas para los caballos mongoles.

Según Jacques Pirenne, en el tomo II de su Historia Universal , página 181, los chinos que había que matar eran 10 millones. Su consejero chino Chu-Tsi sabía que era inútil pedir clemencia a un hombre cuyo arbitrio sólo era sensible a argumentos prácticos y de índole material. Con gran elocuencia le señaló al Gengis Kahn que se podía organizar esa provincia cuyos tributos anuales producirían 14 mil kilogramos de plata; 80 mil piezas de seda y 400 mil bolsas de cereales. Al conquistador le pareció una buena idea y la población se salvó del genocidio.

Después de su muerte, en 1229, dejó arbitrariamente (la elección fue una formalidad) a su hijo, Ogodei u Ogodai, que siguió con el poderoso avance sanguinario sobre China septentrional, Corea, Rusia. Atacó Polonia, Dalmacia, Bohemia y Moravia. El reino de Hungría fue atenazado por cuatro costados. Toda Europa peligraba. Planeaban dirigirse a Alemania, Viena e Italia. Pero ¡aleluya! Murió Ogodei en Karakorum y se armó una "interna" por la sucesión. Interrumpieron la campaña y, siempre sanguinarios, antes de retirarse a luchar por el poder, de lo arbitrario pasaron al capricho: se publicó un edicto según el cual todos los prisioneros húngaros podrían regresar a sus hogares. Cuando éstos marchaban a sus ciudades, fueron exterminados en medio del campo.
Como se ve, estamos distrayendo al lector con detalles y no vamos al meollo de la cuestión, o sea a nuestra casa. ¿Por nuestro país, qué tal? Es que en un momento eleccionario, es difícil marcar arbitrariedades de un bando o de otro, aunque existan. Cualquier omisión o la más leve inclinación hacia una parte puede tomarse como partidaria.

Sin decir nada nuevo, agreguemos entonces que cuando un país está sano, no hay que recurrir a la fuerza para sostenerse en el poder. A la autoridad le basta con acudir a la ley respetando la voluntad de la mayoría sin atropellar los derechos de las minorías. Pero si el poder, excediéndose en lo arbitrario y para mantenerse, contradice las leyes y maneja según sus intereses las instituciones, es síntoma de que se trata de una nación enferma.