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Inocentes que no apelan

*Por Arnaldo Pérez Wat. El niño acompañará en su interior toda la vida al hombre que se realiza, ya sea en sus miedos, en sus grandes pasiones, proyectos y alegrías.

Sobre todas las esperanzas que sostienen el complejo mundo de hoy, hay una que no defrauda, que con llantos y todavía sin palabras siempre viene a nosotros, porque se mezcla en todos los actos de la familia adornando el entorno como un soplo divino. La felicidad comienza con esa cristalina campana que nos despierta a toda hora.

La Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó en 1959 la Declaración de los Derechos del Niño. Dispone o postula que no reciba explotación ni discriminación racial, sino oportunidades, salud física, seguridad social, protección, amor y comprensión.

Sin embargo, a medio siglo de esto, el mundo sigue sumido en una profunda inconsciencia. Se ha vuelto una costumbre escuchar por los medios que a los niños se los explota con pesados trabajos y que hay regiones donde se los deja morir de hambre. Y, más recientemente, la explotación sexual de menores, quienes están también a merced del tráfico de drogas y de órganos.

Familias diferentes. Una familia acéfala puede ocasionar en el adolescente conductas autodestructivas como la drogadicción y las picadas mortales.

Y, en lo tocante a los medios, la paz de la familia integrada es menos permeable al ataque de la TV. Pero los pequeños con carencias familiares poseen su manera de hacer catarsis. Por ejemplo, seleccionan de la pantalla personajes con los que se identifican y que responden a las características de su propia problemática. En cambio, los niños con buenos vínculos en el hogar no tienen que acudir a esos personajes. De la pan­talla extraen sólo entretenimiento e información.
Ambos disponen de otra forma de evadirse, que no figura en el articulado de los derechos del niño. Es el juego, que enciende la imaginación y que adorna la primera infancia con un hermoso desarrollo psicomotor, en el que los espectáculos banales del exterior son innecesarios.

Quizá el niño inmerso en la pantalla no sabe que el agua no se origina en las cañerías, sino que proviene de las gotas de rocío que se concentran en el arroyo. Algunos no han visto un amanecer en el campo. Pero los desaciertos de los medios de comunicación, como los de la inestabilidad de la familia, tendrán que desandar los caminos incorrectos que han transitado en la Tierra.

En la base de todos estos problemas yace, como un paliativo, el amor (palabra que se menciona al pasar en el principio 6 de la Declaración), sentimiento que no puede estar ausente en ningún lugar del planeta, ni siquiera en el compartimiento artificial del hombre que pasea por el espacio, singular habitáculo que semeja al del niño en gestación.

Allá arriba, en medio de un negro verdor, el alimento, procesado en un laboratorio, viene por sondas; algo similar a lo que ocurre en el seno materno. Pero el astronauta anhela regresar a la luz de la Tierra, que le permitirá contemplar el rostro de sus seres queridos. Lo mismo acontece con el niño. Los chinos decían que no es la madre la que da a luz al niño, sino que es el niño el que, en determinado momento, se impulsa a sí mismo hacia la luz.

Un especialista francés encuestó a un grupo de pequeños preguntándoles: "Niño, ¿dónde te gustaría ir cuando mueras?". Y una respuesta recurrente era: "Donde vaya mi papá". Porque el miedo es primario, al igual que el amor y la ira. Y el padre simboliza amor y seguridad. Más adelante, cuando llegue a ser un hombre, se realizará si conserva dentro de sí el niño que fue. Ese niño que lo acompañará en su interior toda la vida, en sus miedos, en sus grandes pasiones, en sus proyectos y en sus alegrías.