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Francisco Laureana, el depredador de San Isidro

Fue un violador y asesino en serie que atacó en la década del 70. Uno de los criminales más violentos.

"Altura: 1,70; andar: ágil y esbelto; acento: norteño o de país limítrofe". Esas eran algunas de las descripciones que acompañaban un dibujo del rostro de un hombre que poco a poco se fue difundiendo entre los vecinos de San Isidro.

Ese partido bonaerense era la zona de caza del "depredador". El identikit fue realizado a partir del relato de un vecino que intentó correr al serial cuando escapaba por los techos de una casa. "Jamás olvidaría ese rostro", fue lo que dijo el testigo que recibió un disparo cuando quiso cruzarse en el camino del criminal.

Para entonces ya había violado y matado a una decena de mujeres, aunque nunca pudo probarse la cantidad exacta de ataques.

Lo ocurrido en noviembre de 1975 llegaría a los principales diarios de la Argentina. Con título solemne, se anunciaba el final del serial del que muy pocos, salvo las víctimas y vecinos directos de los damnificados, tenían conocimiento de su existencia.

Francisco Antonio Laureana, de 35 años, había sido abatido en medio de un tiroteo con la Policía Bonaerense. Poco antes, lo habían reconocido como el feroz criminal que había violado y matado como nadie antes en el país.

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Laureana era un artesano correntino que llevaba algunos años viviendo en San Isidro, junto con su esposa y tres hijos. La mujer jamás había sospechado nada extraño en su marido: es más, dijo que lo único malo de él era que "conducía como un loco" un viejo Fiat, por lo que nadie lo quería acompañar.

También le contó a los policías de la entonces Brigada de San Martín que cada vez que salía le pedía que cuidara a los chicos, "porque hay muchos locos sueltos en la calle".

La prueba era contundente, o al menos se la presentaba así. Laureana, que tallaba figuras gauchescas en madera que después vendía en la calle, tenía un pasado oscuro: había sido seminarista en Corrientes, de donde tuvo que fugarse acusado de violar y ahorcar con una soga a una monja.

Cuando allanaron su casa, en el interior de una bota, encontraron pequeños anillos y aros que habían sido robados a las víctimas de los ataques. Los conservaba para "recordar a cada una de sus víctimas, era un fetichista", diría un investigador policial.

Sobre la captura, se supo que lo corrieron para identificarlo, debido a que una vecina lo había visto parecido al dibujo del identikit, aunque él le habría disparado a los policías que dijeron haber repelido la agresión. Ya herido en un hombro, se ocultó en un gallinero, donde lo mordió un perro y, cuando entraron los efectivos, habría disparado nuevamente, siendo abatido. Esta parte del relato, cabe señalar, nunca quedó debidamente aclarada. 

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Laureana, según las crónicas de entonces, llevaba en un bolso un revólver, una pistola y un pistolón calibre 14.

Las violaciones y crímenes ocurrían los días miércoles y jueves, cerca de las 6 de la tarde. Muchas de las víctimas eran sorprendidas tomando sol en las piletas o en las terrazas de las casonas de San Isidro.

Algunas de ellas habían sido baleadas, otras estranguladas. En todos los casos, el criminal se llevaba algo de las mujeres como souvenir.

Luego de la autopsia, que fue realizada por el prestigioso forense Osvaldo Raffo, el cuerpo fue entregado a su viuda.

Desde ese momento, los crímenes de mujeres en San Isidro se frenaron. También la historia de Francisco Laureana quedó oculta en los archivos policiales, a tal punto que casi nadie recuerda el nombre de este hombre que, en rigor, fue el serial más prolífero de la Argentina.