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El terror a las máquinas

Último día de vacaciones infantiles en Buenos Aires y Amparo quiere ir al cine.

Como buena abuela, estoy dispuesta a cualquier sacrificio, dejando en claro que va a ser muyyyyy complicado sacar entradas (no vaya a ser que el esfuerzo no se note).

Mi hija con sus teorías educativas mendiolaceñas, insiste en que los padres responsables no llevan a las criaturas el último día a ningún jolgorio porque es el momento de preparar útiles y deberes. Ajá -digo sin afán de meterme con usos y costumbres de los porteños. Tomo mi cartera y salgo a la empresa para conseguir entradas. Por supuesto, la multitud que hay supera lo concebible. Un rápido vistazo me da la pauta que, si me atengo a la cola, Ampi no se podrá volver a Mendiolaza hasta sus quince años.

Descubro entonces LA MÁQUINA. Es una expendedora de entradas electrónica donde mediante sucesivas pantallas se puede elegir la película, la hora, los asientos, el combo con pochoclo, etcétera, y si le acertaste a todas las pantallas aún queda insertar la tarjeta; algunas maniobras más y ¡bingo!, la niña entrará a ver Monster University, que tanto le gusta... a su mamá y a su abuela.

Un grupo de adolescente estaba en las mismas vacilaciones que yo, desentrañando la máquina mediante prueba y error pero, mientras ellos se reían cada vez que se equivocaban, yo transpiraba helado con una angustia inexplicable.

Y de pronto mi cabeza salta a París, a esa primera máquina con la que me enfrenté en la vida. Domingo de mi llegada, sola, sin amigos y sin hablar una palabra que no fuera cordobés. Con todo el susto de una mina provinciana inmersa en la Ciudad Luz, decidí ir al Pompidou, el inmenso museo que quería visitar y al cual llegué, con las patitas temblando, no recuerdo cómo. Estaba allí, pero, ¿entrar? Las puertas estaban franqueadas por máquinas incomprensibles, ¿y cómo pedir ayuda sí sólo sabía decir pâté fua?

El museo está todo rodeado por una escalera ascendente que comencé a trepar esperando que en algún lugar hubiera alguien que me diera una mano. Inútil. Subí tres pisos cada vez más desalentada hasta que de pronto vislumbré adelante mío a un boliviano. Era pequeño, morochito y con rasgos inconfundibles. Parecía a punto de entrar, y no se le notaba el terror que sin duda podía verse en mí. Confiando profundamente en la solidaridad latinoamericana, me avalancé  a él. Le expliqué mi situación, abrí mi billetera para que él sacara el dinero de la entrada, y terminé mi angustioso relato con un "por favor, ayudame". Esperaba que no fuera rencoroso por la Conquista de los blancos pero, si así fuere, le explicaría que los polacos no tuvimos nada que ver. Estaba preparada para todo menos... para que me contestara en inglés y en lugar de boliviano resultara ser iraní. Igual nos entendimos de maravillas, me franqueó la entrada y a la salida me invito a tomar un café.

Sobre mis posteriores andanzas parisinas con el iraní quizás vuelva en otra nota. Ahora quiero regresar al hall de entrada, al cine y a ese miedo que nunca cesa. Aquellos que no nacimos en la generación de las máquinas y hemos saltado del picaporte a los aparatos inteligentes, llevamos en la frente una marca invisible. Detrás de cada uno hay un héroe. Alguien dispuesto a seguir aunque nos cambien las reglas y los aparatos, locamente. Con un agravante: no se trata de aprender a manejar un aparato, se trata de aprender cada versión del mismo aparato que va saliendo al mercado, a la que algo le han cambiando con el sólo fin de joderte la vida y vendértelo más caro. Tampoco se trata de que una quiera tener "el último", sólo que al que tenías, lo hacen desaparecer en el acto. Quizás estén todos juntos con las bolitas o los calcetines impares, y las divas que morían aferradas a un teléfono blanco y no a un smartphones intelligent .La peli, preciosa