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El Procurador, un debate de rango constitucional

* Por Juan Paulo Gardinetti. El debate generado en relación a la propuesta de designación de un nuevo procurador general de la Nación...

Nota extraída del diario El Día

... y la proximidad de la sesión pública en la que el Senado deberá definir su posición respecto a la nominación efectuada por el Ejecutivo, hacen conveniente intentar algunas precisiones a fin de comprender mejor el proceso jurídico-político y las diversas aristas constitucionales involucradas.

Primero, conviene puntualizar que el procurador general es una de las cabezas del Ministerio Público (la otra es el defensor general, art. 120 de la C.N.) y, como jefe de la rama fiscal resulta ser el superior de todos los fiscales federales del país, debiendo "promover la actuación de la justicia en defensa de la legalidad de los intereses generales de la sociedad", según las palabras del texto supremo.

REFORMA DEL 94

Esta figurase se jerarquizó constitucionalmente (junto al defensor general) en la reforma de 1994, en la norma que citamos más arriba. Sin embargo, los requisitos y forma de su designación quedaron diferidos a lo que estableciera la respectiva ley orgánica que debía dictarse por el Congreso. Cumpliendo esa manda, se sancionó la ley 24.946, donde su art. 5 establece que las designaciones de aquéllos serán efectuadas por el Poder Ejecutivo "con acuerdo del Senado por dos tercios de sus miembros presentes". Cabe apuntar que el mismo requisito de la mayoría agravada (los dos tercios de los presentes) es la requerida para el nombramiento de los ministros del Alto Tribunal (art. 99 inc. 4 de la C.N.), sumándose, para los jueces, la necesidad de una sesión pública convocada al efecto. A su vez, para la evaluación pública de los antecedentes personales, profesionales y académicos de los candidatos propuestos para integrar la Corte federal, y generando una saludable instancia de debate amplio y público, rige el dec. 222/03 dictado por el ex presidente Kirchner y que fuera aplicado, por primera vez, para la nominación del actual juez Raúl Zaffaroni. Sin duda, se trató de un importante avance en el camino de lograr mayores dosis de transparencia y legitimidad republicana en el modo de designación (tantas veces cuestionado) de los magistrados judiciales. A su turno, por el dec. 588/03 se amplió la instancia de debate público para las candidaturas al cargo de procurador general.

El análisis debe centrarse, entonces, en la actividad decisoria del Senado, pues a este cuerpo legislativo le cabrá, en definitiva, la última palabra en relación a la nominación propuesta. Los antecedentes de nuestra historia constitucional así lo indicaban, pues el consentimiento del Senado era necesario para la designación de los dos fiscales que integraban el máximo órgano judicial previsto en las fracasadas constituciones centralistas de 1819 y 1826; también para los dos fiscales de la Corte en el texto sancionado en 1853, pero modificado sustancialmente (se eliminó la referencia al número de magistrados y fiscales) en 1860. Durante décadas, más allá de que la ubicación institucional del procurador no era tan clara como en la actualidad, en que se trata de un órgano independiente con autonomía funcional, y se discutía su pertenencia a la órbita del Ejecutivo o del Judicial, el acuerdo del Senado se siguió requiriendo para su designación. Ello se alteró en la presidencia de Menem cuando el PEN designó directamente -sin acuerdo- al jefe de los fiscales.

DESVIOS AUTORITARIOS

En virtud, entre otras razones, de esos desvíos autoritarios, el constituyente de 1994 decidió independizar claramente al Ministerio Público de la figura presidencial, y el Congreso, posteriormente, dictó la ya referida ley 24.946, que exige -como dijimos- el acuerdo del Senado de dos tercios de los presentes. Se trata, entonces y en la actualidad, de un acto en esencia complejo el de la designación del procurador, pues está claro que necesita la reunión de las voluntades del Ejecutivo y de una de las cámaras del Legislativo, con mayoría agravada. De nada servirá la expresión de una de las voluntades sin la concurrencia de la otra. Con una claridad que envidiamos hoy en día, en 1788 Alexander Hamilton escribió en sus célebres artículos de difusión y explicación de la labor de los constituyentes norteamericanos, que luego formaron parte (junto a los trabajos de Madison y Jay) de "El Federalista", refiriéndose al acuerdo del Senado para la designación de los jueces, cuyas apreciaciones son aplicables también a nuestro medio y nuestra estructura institucional: "Entonces, ¿con qué finalidad se requiere la cooperación del Senado? Respondo que la necesidad de su colaboración tendrá un efecto considerable, aunque en general poco visible. Constituirá un excelente freno sobre el posible favoritismo presidencial y tenderá marcadamente a impedir la designación de personas poco adecuadas, debido a prejuicios locales, a relaciones familiares o con miras de popularidad". Reitero, eso fue escrito en 1788 para explicarle al público del naciente estado norteamericano el sistema ideado por los constituyentes de "checks and balances" (frenos y contrapesos) que han hecho de la carta de Filadelfia un modelo de organización política (aún con todos los defectos que se le puedan encontrar). Entre nosotros, fue José Nicolás Matienzo quien recordaba que el acuerdo senatorial es "el medio ordinario de controlar la política del Ejecutivo".

OPCIONES Y ANTECEDENTES

Para finalizar: ¿Qué opciones se le presentan al cuerpo senatorial? Puede, desde ya, dar su consentimiento y acuerdo a la propuesta enviada por el Ejecutivo, lo cual dejará expedito el camino para el nombramiento del funcionario, que debe ser instrumentado por decreto y publicado en el Boletín Oficial. Pero puede también, luego de un atento examen de las circunstancias del caso y una evaluación general de los diversos aspectos involucrados, rechazar la propuesta, para lo cual tiene indudablemente la misma amplia atribución que para el primer caso. Y en el ejercicio de esa atribución constitucional, el Senado ha de ponderar no sólo cuestiones académicas y profesionales, sino también éticas, de compromiso con los derechos humanos y el estado de derecho, y hasta políticas.

Decisiones del tipo de las últimas no deben pensarse como resquebrajadoras del sistema; en la experiencia norteamericana, en varias oportunidades, el Senado rechazó candidatos del presidente a la Suprema Corte (el ejemplo puede traspolarse, pues de lo que hablamos, básicamente, es de la atribución constitucional del cuerpo): John Parker (postulado por el presidente Hoover) fue rechazado en 1930; dos candidatos propuestos por Nixon, en 1969 (C. Haynsworth) y 1970 (H. Carswell), también obtuvieron votaciones negativas; y, en uno de los casos más recordados, en 1987, fue Reagan quien verificó el poder del Senado con el rechazo de la candidatura de su nominado Robert Bork. Que se sepa, ninguna hecatombe institucional sobrevino.