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El país incurable de Vargas Llosa

*Por Alberto Daneri. Si bien sus diatribas hacia nuestro "incurable" país rezuman un tufillo macartista y ostensible desinformación, las forja por ingenuidad. Es un nómada feliz poblado de vocablos que resiste en su torre de marfil.

Después de la apasionada carta del director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, la polémica sobre el Nobel Mario Vargas Llosa sigue gratificando el paladar de los multimedios. Escribimos en una columna, respecto de ese periodismo: "¿Mañana? Quién sabe, ya inventará algo." Se intuía que no iba a dejar escapar este plato servido. La presidenta también lo intuyó y se apresuró a enmendar el desliz de quien se dejó llevar por la ira. Ella conoce el paño. Dice un refrán siciliano: "Juzgar y adivinar sólo a Dios se le puede dar". Pero González fue juzgado de inmediato y condenado. Sin juez.

Su pedido de que el peruano no inaugurara la Feria del Libro y brindase su conferencia otro día, nació del afecto a nuestros escritores y del temor de que la feria fuera usada como tribuna política y no como corriente de ideas. La culpa del malentendido camusiano recae en quienes, como su digno amigo Martín Caparrós, confundieron a la opinión pública sacando la petición de contexto para acusarlo (¿dónde volcarlo sino en el digno canal TN?) de censura y "autoritarismo". Refutando a Hamlet, el resto no es silencio: raudo lo desfiguró CNN, fundada por el digno demócrata que piloteando su avión arribó a sus campos argentinos cruzando el espacio aéreo sin pasar por la Aduana.

Surgen voces opuestas. Algunos huelen una trampa de la Feria; olvidan que es un negocio y busca recaudar. La derecha supone que la lealtad consiste sólo en aplaudir. Otros le apuntan a Vargas como operador de fundaciones de los EE UU, cuya defensa del libre mercado parece ocultar un financiamiento de la CIA. Memoramos a una revista nacida de la fachada cultural de la Agencia: Mundo Nuevo. En ella, dirigida por Emil Rodríguez Monegal en París, publicó Vargas sus textos progresistas. Descubierta, cerró. Disentimos con el mote de operador, pues Varguitas (de joven lo llamaban así, incluso el Nobel García Márquez, a quien dedicó un libro ditirámbico) es un hombre digno.

Advierten que la debilidad de Vargas es su europeísta ego: le impide debatir toda opinión salida de su boca. Dicen las malas lenguas que su exaltado hijo lo supera como clon ideológico. Cosa de familia; se sabe que los dignos ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. No es el primer intelectual que cambia de bando. Recordemos al numen del golpe del ’30, Leopoldo Lugones, tan admirado por Borges; este también tenía un corazoncito antitirano pero pinochetista, tras su paso, debido al intratable peronismo, por una humillante "inspección de aves de corral": de 1955 a 1984 influyó en las mentes juveniles aplaudiendo a represores. Pensemos en el inescrutable Martínez Estrada, quien tras su periplo cubano dio un giro copernicano y escribió Las cuarenta para martillar su huida de la rigidez antipopular. O en el olvidado (por peronista) y quizá mayor escritor argentino del siglo XX, Leopoldo Marechal, cuyo satírico punto de vista sólo igualó Macedonio; tras un viaje por Cuba desafió al dictador Onganía con un elogioso reportaje sobre la isla en Primera Plana, velozmente prohibido. Fue la educación sentimental (flaubertiana, epíteto que hechizaría al Vargas autor del notable ensayo La orgía perpetua) de un hombre grande por una nueva odisea: el humanismo le volvió a cantar al oído.

El acomplejado mestizo Vargas, que en 1965 defendía la lucha armada, en 1967 eludió ceder (era pour le galerie) a la guerrilla del Che los dólares del premio Rómulo Gallegos. Volcado a la derecha, ganó todos los premios; incluso uno que los españoles meditan dudoso, el Planeta. De ser así, la dignidad del lúcido ensayista de La verdad de las mentiras le habría impedido recibirlo. Si bien sus diatribas hacia nuestro "incurable" país rezuman un tufillo macartista y ostensible desinformación, las forja por ingenuidad. Es un nómada feliz poblado de vocablos que resiste en su torre de marfil, no admite regulación alguna y da rienda suelta a la virtud individual por sobre los nefastos populismos; además, para un sofista toda diversidad implica herejía. Dijo: "Quien sabe mentir puede llegar a ser un gran autor." Lo cumplió. Escribe sobre marginados, pero acota: "Sólo se puede hablar de sociedades integradas en aquellos países en los que la población nativa es escasa o inexistente, en donde los aborígenes fueron exterminados." Otra inocente contradicción de un digno adepto de la limpieza étnica.

En las antípodas de Vargas, este año Perú celebra el Centenario del Natalicio de otro gran escritor mestizo, José María Arguedas. Iban a nombrarlo su año. Pero Alan García, ansioso de recobrar obras sustraídas, decretó a 2011 año del Centenario del Descubrimiento del Machu Pichu. Arguedas amaba la cultura occidental y la aborigen; a veces se sentía un "serrano" distante de la cosmovisión costera. Antropólogo deslumbrado por la obra del marxista y socialista peruano José Carlos Mariátegui (genial pluma y ácido crítico de la política feudal de la conquista española que Vargas enaltece), sufrió cárcel por sus ideas. Tras un período indigenista, con la novela Los ríos profundos (1958) rescató las disímiles vertientes del pueblo latinoamericano: indios, criollos, inmigrantes, mestizos, negros. Quizá los unifica la pobreza, señaló en su magna novela Todas las sangres (1964). Allí retrató un Perú, lingüística y étnicamente, muy vasto. Antes contó su prisión en El sexto (1961), nombre de la cárcel donde estuvo. En 1971 asombró su autobiografía El zorro de arriba y el zorro de abajo. Y aun más su suicidio, a los 60 años, tras escribirle a su editor: "Algún día los libros y todo lo útil no serán motivo de comercio lucrativo."

Esta frase sobre la gratuidad libresca apenó al best seller, que ningunea a sus dos compatriotas pero afirma que es lícito opinar sobre otros países. ¿Invocar la libertad de mercado se compadece con el fervor de Arguedas por un mundo más justo? No. Vargas impugna las loas proargentinas de otro Nobel, Joseph Stiglitz. Piensa que el Estado cierra bolsillos. De ricos. Quien disiente con él es intolerante. Los medios mundiales lidian por propagar su verborragia y se aprecia alegría en los pasillos del poder neoliberal (ejemplo, en Aznar) cuando ostenta posturas maximalistas. Es alta su astucia para exponerse como víctima de una coerción que veta; sabe que empleando "la verdad de las mentiras" la ideología infecta al enemigo. En tanto los cándidos lo cretinizan, esgrime desde lo alto de la escalera del Nobel sus militantes digresiones. Si le faltó el respeto a la investidura presidencial, fue por distracción; Vargas no es una amenaza, es un digno lockiano. Odia la tesis de Rousseau de que un dictador puede salvar el Estado; por lo tanto, a Fidel. Y al "dictador" Perón. De paso, a Cristina, pues cree lo que dijo Locke: "El pueblo está listo para desligarse de una carga que se hace sentir agudamente sobre él", ese maligno Estado. Oigamos corteses sus magulladas ideas; jura que las dicta la "pasión dialéctica". Siempre (dice Shakespeare por boca de Marco Antonio) deleita escuchar a un Brutus honorable.