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El movimiento de la Historia en una foto

* Por Demetrio Iramain. Los últimos 40 años, entonces, logran ser contenidos por una sola foto. Una instantánea que congela como un suspiro, la síntesis de tres generaciones.

Hebe de Bonafini mira hacia la plaza que le dio el nombre al colectivo de madres de desaparecidos que ella conduce desde 1978. A su lado, Dilma Rousseff, quien fue militante de una organización revolucionaria alzada en armas y ahora se ha convertido en la primera mandataria de una nación en franco ascenso en el tablero de la geopolítica, escruta con sus ojos penetrantes, como una pantera adentro de un moisés, la geografía de ese sitio histórico de la Argentina. Más allá de la presidenta de Brasil, Cristina Fernández de Kirchner, la anfitriona.

Hasta La Nación la publicó, quizá para exorcizar sus alusiones y convocar todos los miedos, alertas y prejuicios de clase juntos. Clarín, por supuesto, dio la nota y la disimuló lo más que pudo: la mandó a una página par del interior de su edición del martes 1 de febrero, para graficar un recuadro.

Pecando de optimismo, al diario de Ernestina le interesó más la crisis en Egipto, que quisiera que también ocurra aquí.

Pero volvamos a la foto, de la que Clarice Lispector sacaría para veinte páginas. Entre la Plaza de Mayo y el balcón donde están las tres mujeres y luchadoras, las Madres han montado una vivienda y un aula móviles, que ellas construyen a través de su fundación en los barrios más postergados de la patria, por sus propios habitantes, para que Rousseff los viera desde la Casa Rosada. Previo convenio con la Cancillería, las construcciones de las Madres se proponen satisfacer la necesidad de cualquier país en situación de catástrofe o carencia, que demande rápidamente casas confortables y de fácil transporte, como en el estado de Río de Janeiro estos días.

El último triunfo de las Madres, esas edificaciones, que en el atardecer del jueves 3 de febrero son puestas en funcionamiento en lo que fue el predio intrusado durante diciembre en Villa Lugano, el Club Albariño, junto a la presidenta Cristina Fernández, ahora bajo otra funcionalidad: un cuartel de bomberos, como dispuso la ministra Garré. Ya lo hemos dicho aquí: no existe escena más violenta, injusta y cruel que un incendio en la villa. Al fin el Estado está, no ya sólo con la policía, sino a través de múltiples asistencias, logradas junto a las organizaciones de la sociedad civil.

El cronista de Clarín, en cambio, concluye sobre tanta riqueza de conceptos que las Madres tienen "el afán de vender el producto a Brasil". Punto. Como si a la Misión Sueños Compartidos, que construye las casas, la motivara un vulgar negocio comercial con el país vecino.

Justamente ese diario, que convierte en mercancía todo lo que toca, y cobra por sus silencios, y lucra con sus mentiras. Se te nota, Magnetto. "Sólo hablaron durante noventa minutos", minimiza (y da risa) la cumbre presidencial el diario del tipo que toca la cornetita.

Ese, y no otro, es el elocuente obsequio que las Madres le ofrendan a la mandataria: las viviendas móviles, "que caminan solas", como dijo Hebe. Y un abrazo profundo, que la presidenta de Brasil retribuye con sonrisas y caricias por entre el lienzo blanco de los pañuelos.

La presidenta Cristina Fernández, al lado de Dilma, le señala algo de la Plaza de Mayo. Pareciera indicarle un lugar preciso de ese emblemático escenario argentino. Quizás el costado por donde habrá ingresado la columna de militantes que ella integraba hace tantos años atrás, por qué no en la misma movilización en la que habrán participado los hijos de Hebe.

Los últimos 40 años, entonces, logran ser contenidos por una sola foto. Una instantánea que congela como un suspiro, la síntesis de tres generaciones: la de Hebe, la de ambas presidentas, compañeras de los hijos de las Madres, y la de las decenas de jóvenes, trabajadores de cascos amarillos que levantaron con sus manos esas unidades transportables, que se adivinan debajo de ese balcón. Ese balcón donde habló Perón alguna vez a sus trabajadores, cuando el país transitaba lo que, hasta 2003, fuera su último proyecto serio de desarrollo endógeno, inclusivo, nacional y a la vez integrador de los demás pueblos del continente.

"Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas", escribió Rodolfo Walsh hace más de 40 años, refiriéndose al Cordobazo.

Cierto es que el país se encuentra atravesando condiciones sociopolíticas que podrán tornar posible aquella corazonada del genial cuentista y periodista, dueño de la mejor prosa política y policial de nuestras letras. Tal vez ahora sí "se quiebre el círculo", como creía Walsh en aquel 1970, un año después de la insurrección popular contra el Onganiato, y que la dictadura genocida volvió a frustrar en 1976, fraguando nuevamente el círculo vicioso con un brutal corte intrageneracional.

Cuatro décadas después, un pueblo entra a caballo de la Historia. Con ella. Desde ella. La protagoniza. Humaniza, al fin, sus implicancias, sus contenidos. Aprende a saberse sujeto para sí a través de su experiencia más vital: vivir y luchar. Ya no objeto de otros, tecnócratas, profesionales del libreto neoliberal, posmodernos, ajenos por completo a su condición social, que habían decretado para la Historia su irremediable final, y junto con él, el destino descartable de sus formas culturales más complejas, más dinámicas: la política, la ideología, la perenne lucha entre clases sociales contrapuestas.

La exteriorización de la Historia es tan patente, que cabe en una fotografía. Una sola alcanza. Y si resultara poco, un verso. "Hay golpes en la vida tan fuertes. Yo no sé". César Vallejo, peruano de nacimiento y muerte; latinoamericano, que siguió viviendo