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El enigma de la calle Ravignani

Por Jorge Fernández Díaz. Una mujer ensangrentada con un tajo impresionante en la cabeza nos abordó a los gritos en Ravignani y Santa Fe.

Nota extraída del diario La Nación

Era una radiante mañana otoñal y mi amigo y yo íbamos a jugar al fútbol. Teníamos diez años, era 1970 y a ese barrio le decíamos Palermo Pobre. Aquella mujer fantasmal, que para mí sigue siempre rondando esa misma esquina, pegaba alaridos de muerte con los ojos bien abiertos y nos confesaba que su esposo había querido asesinarla con un cuchillo de carnicero. Nosotros la mirábamos con los pelos de punta, inmóviles en nuestro terror de estatuas vivientes, sin atinar siquiera a salir corriendo. Por suerte un taxi se detuvo, la recogió con premura y se la llevó al hospital Rivadavia. Para los nacidos y criados en "la calle de la muerte", esa remota escena de la infancia es el recuerdo más cercano que tenemos de algo que se aproxime aunque sea un poco a un homicidio real. Han sucedido, naturalmente, riñas, suicidios y asaltos durante estas décadas. Pero nunca había acontecido hasta ahora un "crimen sensacional" que lograra convertir la ignota Ravignani en un lugar de resonancia siniestra y de triste fama nacional y mediática.

Digámoslo de una vez: yo nací en una legendaria casa que queda frente al edificio donde hoy monta guardia todo el periodismo televisivo de la Argentina. Y cada mañana, en los años 70, hacía caminando el mismo trayecto que Ángeles Rawson. Hasta Costa Rica y luego a la derecha hasta Dorrego, donde quedaba y queda ese colegio que ocupa una cuadra entera: el León XIII. No existían, en esos tiempos, la planta de la Ceamse, ni las plazoletas laterales, ni los edificios de departamentos. Toda esa zona estaba dominada por una villa miseria, que fue desarticulada durante la dictadura militar. Nosotros jugábamos los sábados partidos de once contra once con los chicos de la villa en los patios salesianos. La villa Dorrego era peligrosa, pero no le teníamos miedo. Se decía que vivían allí delincuentes pesados que enterraban el armamento cuando venían las requisas y los operativos, y lo desenterraban cuando los policías se iban. Pero lo cierto es que no había paco, ni arrebatos violentos, ni ese envilecimiento moderno que proviene de generaciones y generaciones de penuria humana y de indigencia crónica. Ante mis ojos de niño perpetuo, ese fragmento de Cramer nunca logró, sin embargo, reponerse del todo. Como si se hubiera intentado construir una normalidad urbana sobre los restos invisibles de una ciudad de humillación y dolor, y algo sutil hubiera fallado. Cuando cae la noche y doy una caminata por los alrededores de mi viejo colegio, siempre tengo una cierta inquietud. Junto a vecinos honrados conviven marginales errantes e imprevisibles, y un clima gótico que llama al peligro. Uno, por las dudas, siempre apura el paso. Tal vez ocurra en ese circuito callejero lo que sucede en aquel majestuoso hotel lleno de espectros que imaginó alguna vez Stephen King y que se había elevado sobre la tierra profanada de un cementerio indio. Los fluidos de la desgracia dejan su huella y logran colarse a pesar del cemento y del asfalto.

Alejadas de las luces falsas de Palermo Hollywood, Ravignani y Arévalo siguen siendo de alguna manera lo que fueron. Lo atestigua, en la esquina de Paraguay, a metros del teatro de la tragedia, el mítico Montecarlo, un bar deliberadamente anticuado e irresistible donde pasamos parte de la juventud y donde hoy toman café y escriben narradores, pintores, fotógrafos y periodistas. No se charla, en estos días, de nada que no sea el desenlace fatídico de Ángeles Rawson. Un poco más allá, en Arévalo y Guatemala, las mesas del Horno del Norte están como siempre atestadas: las conversaciones van y vienen de los sospechosos y los datos que no cierran a la cara del padrastro, la inverosimilitud del portero y las acechanzas del barrio. El amigo que me acompañaba aquella mañana de 1970 hoy es poeta y ensayista, tiene dos hijas adolescentes y está más aprehensivo que nunca. El asunto parecía, al comienzo, una violación seguida de muerte. Esa figura impactaba de lleno en la política de seguridad del Gobierno y espantaba a todos, puesto que implicaba la posibilidad de que existiera un psicópata suelto capaz de raptar a una jovencita en pleno día y arrojarla luego a un contenedor. Aunque la investigación se aleja cada vez más de esa alternativa, los vecinos desconfían, vigilan celosamente los horarios de llegadas y salidas de sus hijos, y extreman el cuidado. La idea de que esa novela de terror haya derivado en un acertijo de Agatha Christie transmitido día y noche, en vivo y en directo, por la televisión no dejó de ser confortable. Pero como en la Argentina las autopsias y los peritajes tienen la reputación bien ganada de ser precarios y cambiantes, como nadie confía en la capacidad deductiva de nuestra policía, como todo parece siempre atado con alambre en este país bananero, mejor prevenir que curar.

Es bastante curioso que el crimen de una chica se haya transformado en un fenómeno de masas. El rating del cable y de todos los programas de la televisión abierta que cubrieron febrilmente las instancias del caso se multiplicó de una manera casi mágica. No sólo en mi barrio, donde la cercanía realmente lo amerita, hay obsesión por conocer los detalles y la verdad. En todos los barrios y localidades de la zona metropolitana, en lejanas ciudades del interior, no se habla de otra cosa que del destino malogrado de Ángeles Rawson. Este episodio opacó las denuncias por corrupción, la nueva tragedia del Sarmiento y hasta el cataclismo político que desató el fallo de la Corte Suprema. Todo eso quedó en sordina, y los gestos del padrastro, los susurros de la fiscal, las diatribas de la esposa del encargado, las especulaciones de los panelistas, las lecciones vacías de los criminólogos y los reportes de los movileros ganaron los primeros planos. Los ciudadanos votaron con el minuto a minuto, hechizados por las minucias de un thriller que consumieron con espíritu detectivesco. Es un poco áspero decirlo, pero la muerte de Ángeles trocó del estupor y la angustia de un principio a un cierto espíritu deportivo: en reuniones familiares del fin de semana se dejó de discutir sobre política y se pasó a debatir ardorosamente sobre hipótesis y sospechosos. Cada uno tiene su teoría y su culpable, y todos juegan a ser Columbos suspicaces sacando conclusiones apresuradas sobre la base de datos provisionales o a veces directamente erróneos. Una llamada, un manojo de llaves, una frase deslizada en un reportaje, el aspecto lombrosiano de un familiar o un rumor cualquiera se transforman así en piezas sólidas de un rompecabezas dibujado en el agua. Todos viven este drama como si fuera una miniserie apasionante, donde cada cual juega su propio ingenio y ninguno quiere perder. Provisoriamente, la grieta social que se abrió por la política se cerró en una tregua inesperada: todos nos cohesionamos frente a un enemigo común. El asesinato. Del que todos somos inocentes, hasta que se demuestre lo contrario.

No es la primera vez que un caso policial produce estos terremotos anímicos. Los anales de la historia están llenos de crímenes que han mantenido en vilo a la opinión pública y fascinado a los pueblos de todas las latitudes y de todos los tiempos. Y cada "crimen sensacional" explica de alguna manera su época y la sociedad en la que se produce. El homicidio de Ángeles no escapa a esa lógica de hierro. Ocurre en un país donde las fuerzas de seguridad tienen un dudoso proceder, la Justicia es juzgada como ineficiente, la policía científica no se parece en nada a CSI, las cárceles y reformatorios son escuelas del delito y el estupro, y la vida en las calles, gracias a una política de fracaso continuado, no vale nada.

Las estadísticas dan cuenta de que existe una Ángeles Rawson cada día y medio. Una mujer es baleada, quemada, ahorcada o acuchillada cada 36 horas en la Argentina sin que los grandes medios presten demasiada atención. Mabel Bianco, la mayor experta en el tema, asegura que el número de femicidios crece de un modo exponencial, que las policías y la Justicia no están entrenadas para lidiar con el problema, que esta ineficacia redobla la impunidad y que el Consejo Nacional de las Mujeres carece de un presupuesto propio.

Tal vez la máxima metáfora del tratamiento que reciben las mujeres atacadas en nuestro país se ubique en esas bolsas de basura a las que Ángeles fue confinada. La crueldad del hecho, la desvalorización femenina y las ganas instintivas de humillar están impresas en el modus operandi que el asesino utilizó para deshacerse del cadáver.

Este crimen no pasó inadvertido acaso porque sucedió en los territorios de la clase media (la razón no parece ser el robo, tal vez ni siquiera el sexo) y porque tiene visos de enigma policíaco (quién, cómo, por qué). Esos condimentos, sumados a nuestra patología social, bastaron para convertirlo en un folletín irrenunciable y policlasista dirigido por Alfred Hitchcock, quien alguna vez dijo: "La televisión ha vuelto a traer el asesinato a las casas, es decir, adonde pertenece".

Me pregunto qué significa todo esto que estamos viviendo. Es tanto y tan cambiante, se está por quedar y a la vez se está por hundir de nuevo en las catacumbas del olvido, que me siento tan estremecido como aquella radiante mañana otoñal en Ravignani y Santa Fe, cuando una mujer apuñalada por su esposo me miró desde el horror de la vida, desde el borde la muerte.