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El cuco no está tan lejos

*Por Edgardo Litvinoff. La imagen idílica del niño en su primer día de clases poco tiene que ver con la realidad. No tanto por lo que dejan en la casa, sino por el martirio que los espera.

Después de cuatro meses de dejar que se acostaran a cualquier hora y se levantaran para almorzar, llega el día en que los despiertan casi de noche, los visten dormidos, les meten la leche con embudo y, a los retos, los llevan en el auto, tirados en el asiento de atrás, con los párpados vencidos.

Llegan al cole y se topan con una marea de cientos de zombies como ellos –a la mayoría de los cuales no conocen– y padres de ojos narcotizados por la ansiedad.

Los hacen formar en fila por primera vez, como si fuera lo más natural del mundo, sin tener en cuenta que eso les está marcando, a los 6 años de edad, el fin de la libertad lúdica y descompaginada. Peor: algunas maestras les hacen estirar el brazo para marcar distancia en la fila, anticipándoles que, si bien no se trata del saludo castrense, los espera un régimen con rasgos similares.

Al minuto, les empieza a sonar muy cerca del oído una música que, vaya casualidad, parece una fanfarria marcial: Aurora . Y no sólo la música: escuchan algo sobre "un águila guerrera" y "puntas de flecha", a decibeles mucho más altos que los permitidos –para que la letra se entienda, porque el casete está un poco gastado–, en bafles viejos que lanzan chirridos intermitentes porque se acoplan.

A esa altura, los niños se preguntan si no era mejor dar una vuelta en el tren fantasma con Zulma Lobato sin maquillaje cantándoles Resistiré .

Después de todo, por si alguno de los noveles estudiantes no se hubiera despertado, se anuncia por el micrófono –al principio, a un nivel atronador, porque se habían olvidado de acomodar el volumen– que la directora dirá el discurso.

En ese momento, los chicos que ya se despertaron conocen la cara que les hará fruncir los flequillos cuando la vean entrar al aula. La dueña de la oficina del infierno que las maestras prometen cuando se comete un pecado. La máxima autoridad, poco presente pero omnisciente.

No están solos: a esa altura, hay muchos padres a los que también los vencieron los párpados.

Antes de entrar al aula, los pequeños se largan a llorar. Los padres creen que es por ellos.

Horas después, tras soportar esa primera jornada, los despiden de la escuela con otra marcha castrense que anuncia que "avanza el enemigo", con "huestes" que se "preparan para luchar" y que "el gran jefe a la carga ordenó".Unos pocos logran pasar esa experiencia sin secuelas. El resto será carne de diván. Y, encima, les echaremos la culpa porque ven mucha tele.