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El caso Ángeles Rawson: la trama siniestra que nadie te contó

Sórdido, tenebroso, macabro como pocos crímenes en la Argentina. La reconstrucción que responde las preguntas -hasta ahora en el aire- que te ofrece en primicia exclusiva Diarioveloz.

Por Jorge D. Boimvaser

@boimvaser

info@boimvaser.com.ar

 

("Las familias felices son todas iguales, las que no lo son tienen su propia forma de infelicidad". León Tolstoi, en su obra Ana Karenina).

Un equipo compacto de investigadores policiales, en su mayoría integrado por hombres jóvenes, sale presto con un protocolo de trabajo a investigar la muerte de Ángeles Rawson. No son gatillo fácil ni torturadores, pero tampoco señoritas frágiles como las de un ballet de danzas clásicas. Cuando un poli de éstos se lanza a esclarecer un caso tan siniestro y misterioso, debe tener presencia e infundir respeto a las personas a quienes van a interrogar. Quien responda preguntas debe darse cuenta que no puede mentir, ni hablar con eufemismos. Eso lo impone la presencia, la actitud, el aspecto y el lenguaje corporal de los investigadores. Aquí y en todo el mundo.

Estos hombres salieron en tropel cuando todo era absolutamente confuso.

Los primeros interrogatorios fueron a los porteros de la zona. Ellos viven mirando los alrededores todo el día, conocen las costumbres y hábitos de vecinos y de sus pares encargados de edificios.

Así surgió el primer indicio: cuando alguien reveló que Jorge Mangeri mantenía un extraño vínculo íntimo con un cartonero de la zona.  El ciruja entraba y salía con frecuencia del edificio de Ravignani junto con Mangeri.

Conducta sexual dudosa, ambigua, fue el primer paso para sospechar de él, cuando todos eran sospechosos en el entorno familiar. Que el hombre se disfrazara de mujer en una fiesta era un detalle menor, lo hacen a montones gente que no por eso detentan sospechas sobre sus costumbres sexuales. La pista del cartonero "amigo" de Mangieri era suficiente para estrecharle una vigilancia a sus movimientos.

¿Por eso fue secuestrado y golpeado? No hubo secuestro, ni tormentos, ni apriete, tan sólo que parecía que Mangeri podía huir cuando todavía no existían motivos para acusarlo. La fiscal no tenía experiencia en casos mediáticos y se sentía desbordada por la resonancia del caso.

Cuando los investigadores creyeron que Mangeri estaba por desaparecer, lo interceptaron en la calle y le advirtieron que no se escapara, que ellos lo encontrarían igual fuera donde fuera.

Ahí fue cuando el portero entró en pánico, el sospechoso ya no era el padrastro de la piba sino él mismo. No pudo digerir la carga emocional, y cuando hubo ese comienzo de quiebre frente a la fiscal, lanzó su autoincriminación y quiso justificarse con esos tormentos policiales que jamás existieron.

Para la justicia no hubiera sido complicado poner en una cámara Gesell a los policías intervinientes y pedirle a Mangeri que identificara a sus presuntos torturadores.  Pero el portero se negó al procedimiento y a radicar la denuncia.

Nadie lo golpeó, solo le advirtieron con modales rudos –lenguaje explícito- que no huyera.

El hombre ya se supo acorralado, sólo faltaban las pruebas de ADN en las uñas de Ángeles, hasta que se inculpó solo y la fiscal tuvo lo que deseaba, una confesión inusual pero confesión al fin para pasarle el caso al juez (hombre de probados méritos y nada débil ni desbordado por la mediatez del caso).

Se siguió igual viendo el entorno familiar.  La madre, Jimena Adúriz, despertó sospechas secundarias. Algún dinero inexplicable en su cuenta bancaria, un par de personas en su agenda telefónica que ella indicó eran "dos amigos íntimos" y lo que sonó mal en los pesquisas. La mujer no hablaba en todo el día con su hija para ver cómo estaba, desde la mañana a la noche no tenía noticias nunca de Ángeles. Madre despreocupada, algo abandónica como suelen decir los psicólogos. En mensajes de textos o e-mails hablaba en códigos, algo anormal salvo cuando el mensaje cifrado retrotrae a una situación ilegal.

Sergio Opatowski mostró igual que su pareja comportamientos contradictorios como Jimena. Hubo un indicio fuerte.  Ángeles le contó a su padre biológico, Franklin Rawson, que el padrastro le hizo alguna vez un comentario indecente. Franklin quiso hacer la denuncia a la Justicia para prevenir alguna situación indeseada, pero Ángeles se negó a hacerlo, primero quería tener una charla con su madre y ponerla al tanto de esa propuesta fea. No sabemos si llegó a tener esa conversación íntima.

El hogar es un sitio pequeño para vivir en desarmonía cinco personas; Ángeles dormía en un sofá y para cambiarse precisaba entrar en la habitación del matrimonio donde estaba el placard con su ropa.

Un chico de la vivienda tiene una edad biológica desasociada de su edad mental.  No sirve como hábil declarante, es elemental.

Lo que cree el juzgado es que Ángeles llegó esa mañana fatídica y vio a Mangeri en un acto inmoral con ese joven, esa versión cierra con los dichos de los porteros vecinos sobre Mangeri y su relación con un cartonero.

Si Jorge Mangeri tenía comportamientos sexuales perversos, podrá salir en los exámenes psiquiátricos de los forenses que saben cómo tratar a estos enfermos.

O sea, no fue un ataque sexual a la niña sino un comportamiento consentido con un joven con problemas de retraso mental.

La adolescente habría sido testigo de un acto deleznable.

Y ahí propinó el ataque feroz, el acto defensivo de Ángeles y las huellas indubitables del ADN en sus uñas.

La excusa de las torturas policiales son parte de sus argumentos que ya no tienen validez, ni los puede probar y solo son su ficción frente a la hecatombe judicial que se le viene.

Si trasladó sólo o acompañado el cuerpo infortunado hasta el contenedor, son partes secundarias y a dilucidar de esta historia.

Hasta la intervención de la funcionaria Cristina Caamaño deberá ser parte de una investigación aparte. Un hecho fortuito impidió que el cadáver desapareciera para siempre al ser compactado. Si hubiera ocurrido así, hoy estaríamos asistiendo a denuncias de tratas de personas y afines.

Así ocurrió este brutal homicidio según entiende el juzgado. Tratamos de contarlo con toda la delicadeza posible ante el horror del crimen, con el respeto debido que se le debe tener a la víctima, y también al joven partícipe involuntario de la horrenda trama.