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El arraigado orgullo de ser un "vivo"

*Por Gustavo Martinelli. Dos adolescentes tomaban una gaseosa en un bar de Barrio Norte a esa hora sin sombra que marca la siesta tucumana. "Mi papá es un genio", afirmó con picardía uno de ellos mientras el otro lo miraba con intriga.

"¿Te acordás que te conté que mi viejo trabaja como analista en una empresa multimedia? Bueno, ahora le dieron una computadora nueva de última generación porque renovaron todas las máquinas. Como hace mucho que trabaja allí a veces se la prestan para que la lleve a casa y siempre la usamos para navegar y para editar videos", agregó el muchacho. "¿Y por eso es un genio?", le preguntó asombrado el otro.

"Claro que no. Lo que pasa es que cuando le dieron la compu nueva, él compró una similar, pero vieja, con varios años de uso, ¿entendés? Y cada vez que lleva la compu de la empresa a casa, le cambiamos algún componente y la reemplazamos por la misma pieza de la máquina vieja. Ahora nuestra compu está hecha un avión. Navega mejor que la nueva", dijo entre risas el chico.

Este diálogo es verídico. Ocurrió en Tucumán hace apenas cuatro días, y es un claro ejemplo de que la viveza criolla sigue siendo un mal endémico en la Argentina. Entendida como ese comportamiento ingenioso y carente de ética (Marcos Aguinis la llama "la cáustica picardía") esta suerte de destreza es, en rigor, un arma de doble filo. Su encarnación literaria clásica es Ulises, a quien Homero considera un héroe, salvador de los griegos, azote de Troya, ideólogo del caballo gigante de madera, vencedor de Polifemo y sobreviviente de las sirenas.

Dante Alighieri, en cambio, considera que Ulises es un mentiroso, y lo condena al octavo círculo del infierno en su "Divina Comedia".Y aunque los argentinos parecen confirmar a diario la sentencia de Dante, es bueno preguntarse si todavía es posible volver a la visión de Homero y utilizar ese don tan preciso de la inteligencia práctica para vencer monstruos y superar obstáculos.

Según Aguinis, la viveza criolla es un sello indeleble de nuestra sociedad. Como si fuera la huella digital de la Argentina. "Tanto ha enamorado el vivo a nuestra mentalidad, que se convirtió en minusvalía carecer de su talento. ’El que no es vivo es un gil’. Sin embargo, en el fondo, el vivo es un gran escéptico. No cree en la justicia. Desprecia la ley. Más aún: la ley es un obstáculo que se debe saltear... o burlar.

¡Siempre! Para el vivo, la honestidad es una palabra hueca, ingenua, arcaica. Los demás seres humanos no existen para ayudar. Son enemigos potenciales. Por eso la viveza criolla consiste en atacar sin importar la ley y sin que la víctima pueda devolver el golpe", dice en su libro "El atroz encanto de ser argentino".

Y al parecer, tiene razón. Porque si algo quedó de las últimas elecciones es justamente la idea de que la viveza criolla goza de buena salud. No sólo en Buenos Aires (que siempre fue la capital de la picardía argentina), sino también en nuestra provincia. Es más, está tan arraigada, que hasta la consideramos un don. ¡Vaya paradoja! Esa astucia rudimentaria llamada "picardía", no sólo es el arma autodefensiva del pobre o de aquel que sabe que las grandes cosas le están vedadas: también la clase media la padece.

De allí que el pícaro vive hasta el más pequeño engaño como si fuera un gran trofeo. Hoy es común vanagloriarse de comer gratis un asado, de no pagar la entrada a un partido de fútbol, de hurtar el cenicero de un bar, o de pavonearse con la prebenda de un amigo político. Actitudes que popularizaron Isidoro Cañones, el inolvidable padrino de Patoruzú, o el Viejo Vizcacha, el personaje del "Martín Fierro" que enseñaba las bases de una política despojada de cualquier ética y dignidad. Sin raspar demasiado la cáscara de nuestra sociedad, podríamos decir que mucho no se avanzó. Seguimos siendo vivos y sintiéndonos orgullosos de ello.