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El ahogo y las vísperas

Tal vez, sólo tal vez, cuando se publique esta nota, esté en el Centro Adventista de Entre Ríos, intentando dejar de fumar.

Por Cristina Wargon

@CWargon

Todo comenzó esa noche... En realidad, tres años antes, cuando mi hija me hizo prometer, como regalo de cumpleaños, que iría a una neumóloga: "No me gusta como respiras", dijo el único ser en este mundo capaz de detectar esas cosas. Sin resistirme, allí fui; el diagnostico fue EPOC pero, que si en ese instante cortaba con el cigarrillo, todavía estaba a tiempo. Según mi degenerada manera de pensar "a tiempo" podían ser unos añitos mas. Pasaron los añitos, y junto con ellos la vida.

Hice múltiples intentos para dejar, inútilmente. Y un buen día, toda la vida se juntó en un solo punto. No sé si ustedes conocen esa sensación de "vida perforante", esos días donde se juntan todas las desgracias pequeñas pero certeras que no nos dan un segundo de paz. Se rompió la estufa, justo el día que comenzaba el frío, se quemó el lavarropas, que en casa no para, y algún contratiempo económico tan inesperado como esos mini desastres. Después llovió, todo se puso húmedo, y esa noche de pronto dejé de respirar. Fue casi de golpe, como un pescado que sacan del agua. Lo único que tenía claro es que no podía gastar ni un milímetro de oxígeno en nada, que debía quedarme quieta, muy serena, y pedir auxilio.

No soy persona de hacer culto a la enfermedad, siempre pienso que no tengo tiempo para esas pavadas, pero esa noche maldita, yo y mi imperdonable soberbia mordieron el polvo de la derrota. Con voz casi inaudible le dije a mi señor esposo: "Llamá a Emergencias que me estoy muriendo". Todo hubiese salido mejor si le hubiera dado algún entrenamiento previo, pero él también  había comprado la versión de que yo era la primera inmortal que avizorara Borges. Así, el pobre, sorprendido en su buena fe y escaso juicio se taró. Nunca pudo encontrar el teléfono, y mucho menos llamar. Desde la cama yo hacía ajjj, ajjj, ajjj, para poder respirar y ommmmm para no levantarme y darle una patada en las canillas. Finalmente de un modo más que complicado llegó el servicio de Emergencias, me inyectaron algo y lentamente comencé a respirar de nuevo. Morirse así no tiene nada de heroico y es terriblemente agotador, igual, como soy de esencia sarmientina, con ojeras hasta el piso y sintiéndome como una bolsa de papas después una noche helada a la intemperie, caí a la radio.

Como se sabe, los trabajos no dan para andar contando enfermedades, así que ni se me ocurrió hacerlo, pero al mismo tiempo ¿si vos sabés que si no dejás de fumar te morís, y seguís fumando porque no podés parar, qué te espera? Pues, sin exagerar, la muerte.

La idea no me puso en pánico, sólo miraba alrededor con sensación de estarme despidiendo en silencio, con paz y simpatía silenciosa. De pronto, y creo que hacía más de un año que no ocurría, el estudio se vació y nos quedamos Chiche y yo solos. De haber estado saludable, hubiese comenzado a pelear en el acto, deporte que ambos practicamos con entusiasmo, pero me estaba despidiendo, así que mansamente le pregunté qué preaviso había que dar para irse de la empresa. Más o menos treinta días, contestó levemente intrigado -¿Y si uno se muere con cuánto tiempo hay que avisar? -Ahí se mostró verdaderamente interesado: "¿Te pensás morir?" – Sí, contesté con amabilidad, creo que no llego a 45 días más. Y de pronto todo se comenzó a mover vertiginosamente, ida a la tele, y milagrosamente (debe leerse estrictamente: Chiche lo hizo) la posibilidad de partir para dejar de fumar en uno de los centros más prestigiosos del país: los adventistas de Entre Ríos.

Quizás esté allí, quizás... ya les contaré.