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El 9 de Julio y la cultura del esfuerzo

La conmemoración de nuestra independencia debe servirnos para dejar atrás personalismos y proyectos de poder

Al celebrarse hoy un nuevo aniversario de la declaración de nuestra independencia, resulta imprescindible recoger una vez más la lección de aquellos hombres que en 1816 afrontaron obstáculos que parecían insuperables y no se dejaron intimidar por la magnitud de los desafíos para sentar las bases de nuestra nación.

La gesta independentista es tanto más digna de elogio cuando se advierte lo desfavorable de la situación de aquel momento. Los intentos revolucionarios que en 1810 sacudieron al continente americano, desde México hasta el Río de la Plata, estaban siendo sofocados. La monarquía española, segura de su victoria final, no admitía ninguna gestión de paz y exigía la rendición incondicional de las fuerzas libertadoras. Las provincias del antiguo Virreinato del Río de la Plata sólo tenían de unidas el nombre y se hallaban afectadas por una anarquía creciente y por disidencias que prenunciaban las guerras civiles que vendrían años después. Y no existía un Estado capaz de obrar como órgano de mando de esas provincias y tampoco un ejército que mereciese semejante nombre.

En ese complicado escenario, los hombres de Tucumán brindaron al mundo y a las generaciones que los siguieron un admirable ejemplo de coraje. Cambiaron el curso de los acontecimientos y le dieron a José de San Martín el respaldo institucional necesario para su campaña libertadora, para poner los cimientos para que las provincias se sintieran parte de una nueva y gloriosa nación.

Cien años más tarde, en julio de 1916, la Argentina era un país que merecía la admiración del mundo. Su producto bruto interno era igual al 50% del resto de los países sudamericanos y su comercio exterior representaba el 7% del comercio internacional en su conjunto. No era de extrañar que, a principios de 1870, el área destinada a cultivar trigo ocupara tan sólo 600.000 hectáreas, mientras en 1914 orillaba las 20.000.000 y la producción de maíz, por ejemplo, hubiera pasado de 120.000 toneladas a comienzos de la década del 80, a 7.500.000. Nuestro producto bruto per cápita, equivalente a 3797 dólares, ubicaba a la Argentina entre los primeros diez países del mundo.

Cuanto demuestran estos datos de naturaleza estadística es la voluntad de un pueblo que creía en la cultura del esfuerzo, y el realismo de sus elites dirigentes, capaces de abrazar una coyuntura mundial única como disparadora de un gran proyecto nacional.

Ese realismo político habría de ponerse de manifiesto, quizá como nunca antes, cuando llegó el momento de pensar en serio la forma de gestar el paso ordenado de una república posible a otra que pudiera exhibir credenciales democráticas, sin interrumpir el exitoso proceso de crecimiento económico. Fue cuanto ocurrió, precisamente en 1916, al ser elegido Hipólito Yrigoyen presidente de la Nación.

Hoy, casi 200 años después de la gesta independentista que hoy conmemoramos, advertimos que las clases dirigentes de este tiempo no sólo flaquearon, sino que se retiraron del escenario político, declinando a favor de otros, menos capaces y más corruptos, su responsabilidad; los gobiernos no acertaron en el gerenciamiento de las políticas públicas; nuestras instituciones, otrora señeras, desaparecieron de la escena, y la cultura del trabajo y del esfuerzo que había premiado, a través de una fenomenal movilidad social, la vocación y el sacrificio de tantos hombres y mujeres, fue reemplazada por la cultura del reclamo, del plan o del subsidio, que plantó las bases de un modelo clientelista que sobrevivió a los últimos gobiernos.

Equivocamos el rumbo dejando que hombres providenciales ocupasen el lugar de la ley y que un capitalismo prebendario, de amigos, sepultase toda aspiración de continuar con el rumbo que llevaba la Argentina hasta mediados del siglo pasado.
Este 9 de Julio debería servirnos para reflexionar sobre la necesidad de colocar a las instituciones por encima de los personalismos y a un proyecto de nación sustentado en el diálogo por sobre cualquier proyecto de poder.