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Dos inocentes, una heladera y un secreto atroz

El caso conmovió al país. Se inició con el horroroso asesinato de dos nenes que estaban jugando en un patio.

El 6 de setiembre de 1994 no será olvidado fácilmente por los vecinos del barrio San José de Florencio Varela, en el sur del Gran Buenos Aires. Virginia Jacqueline Riveros y Héctor Gabriel Peña tenían 6 años, eran vecinos y compañeros del primer grado del colegio de la zona. Los nenes pasaban muchas horas jugando.

Cerca del mediodía fueron a la escuela, pero la maestra había faltado, por lo que la madre de uno de ellos se los llevó.

Los chiquitos, como tantas otras veces, se quedaron jugando en un terreno lleno de chatarras y botellas. Era el fondo de la casa de la nena. La mamá de Héctor lo llamó a media tarde, pero no lo encontró. Se desesperó, empezó a preguntar y todos salieron a buscar. Ya de noche, los chiquitos fueron hallados en el interior de una heladera desvencijada que se desintegraba con el paso del tiempo en el patio de la casa de Virginia. No respiraban y estaban mojados.

Los llevaron de urgencia al hospital de Varela. Sólo se escuchaban gritos de desesperación. La primera versión fue que las criaturas, quizás por hacer una travesura, se habían escondido en la heladera, se les había cerrado la puerta en forma accidental y se habían asfixiado.

Pero hubo algo que al médico no le gustó nada. Vio algunas lesiones, especialmente en el cuerpito de la nena. Los forenses, horas después, confirmarían la primera sospecha: Virginia había sido violada y después asfixiada. Héctor no presentaba signos de abuso sexual, pero había sido asesinado de la misma manera que su amiguita.

La mamá de Virginia vivía en una casa precaria con tres de sus hijos. Pero la nena, hasta su crimen, era criada por sus abuelos, en una vivienda de la misma cuadra. ¿Quién había cometido semejante bestialidad?  El caso, de inmediato, saltó a la tapa de los principales diarios y "el doble crimen de la heladera", tal como se lo conoció, conmocionó al país. Y con el correr de las horas se fueron conociendo más detalles del escabroso asesinato: las mochilas y la ropa escolar de las criaturas aparecieron, ocultas, en distintas partes de la casa del crimen.

El primer sospechoso, que quedó preso a las pocas horas, fue un ciudadano paraguayo que había sido señalado por una mujer como el posible autor del hecho. Se le extrajo sangre, se le hicieron cotejos de ADN, pero no surgieron demasiadas evidencias. El hombre fue liberado por falta de pruebas.

Esa tarde, la del doble asesinato, no había hombres en la casa, al parecer el abuelo de Virginia, Joel Aedo Riveros, un chileno de poco más de 50 años, declaró que a esa hora estaba buscando cartones en un hipermercado de Varela, como lo hacía siempre. Al menos era extraño, a juzgar por los empleados de ese comercio, quienes contaron que "el chileno", tal como le decían, por lo general iba a última hora de la tarde, no a la siesta.

Le extrajeron muestras de un short que había usado ese día y encontraron semen. Pero, cabe aclarar, no hallaron nada en el cuerpito de la criatura. El hombre se fue libre, con falta de mérito, y el caso quedó en el olvido, prácticamente impune.

La causa por el doble asesinato fue a parar al juzgado de Transición de Quilmes, a cargo del doctor Mario Caputo. El magistrado, cuando recibió la causa varios años después, se la derivó a la División Homicidios de la Bonaerense, para que la leyera el prestigioso médico legista Julio César Julián. Parecía que no había mucho por hacer.   

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El análisis de la causa, especialmente de las muestras de ADN, arrojaron una revelación inesperada: el ADN de Aedo Riveros y el de la nena asesinada tenían tantos puntos en común que, luego de varias interconsultas, llevaron al doctor Julián a encontrarle una explicación: no era la nieta, era su hija. La mamá de Virginia era, en rigor, hija adoptiva del sospechoso y había sido víctima de abusos sexuales de su padre de crianza.

También, el análisis de la causa aportó otro testimonio que había pasado desapercibido hasta ese momento: pese a que Aedo Riveros había declarado que a esa hora él no estaba en la casa, un vecino de la zona contó que esa tarde fue asistido por el sospechoso, que lo ayudó a emparchar una pinchadura de una cubierta de su auto. Eso había ocurrido a metros de la vivienda del crimen.

Corría el año 2001 y ya habían pasado siete años del doble asesinato cuando el juez Caputo, tras recibir el informe de la División Homicidios, firmó la orden de captura de Aedo Riveros. Lo fueron a buscar a la misma casa del crimen, donde vivía tranquilamente con su esposa. La detención fue sorpresiva. El acusado no opuso resistencia y se negó a declarar.

Dos años después se realizó el juicio oral, que estuvo a cargo de la Sala I de la Cámara de Apelaciones de Quilmes, integrada por los jueces Agustín Alvarez Segarra, Pedro Uslengui y Diana Alimonti. Para ese momento, ya se sospechaba cuál pudo haber sido la secuencia de los hechos y el móvil: Aedo Riveros violó a su propia hija y la ahorcó para que no lo denunciara y el otro nene fue asesinado porque estaba en el lugar y lo podía llegar a identificar.

Tras la declaración de unos 20 testigos y de escuchar el relato de los peritos técnicos, el Tribunal condenó a Aedo Riveros a la máxima pena que estipula el Código Penal Argentino: reclusión perpetua.

Al escucharse la sentencia, ocurrió otro hecho inexplicable: tanto la madre de la nena como la esposa del condenado, a los gritos defendieron al asesino.