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De la serie babosa 1: abuelita dónde estás

El anuncio llegó de sopetón: “Vieja, nos casamos”. “¿En qué fecha nace el bebé?”, fue mi respuesta de madre modera.

Del otro se hizo un largo silencio y luego, con tono pausado y algo contenido, me explicaron que el niño sería encargado recién después de la boda, porque la mamá quería emborracharse en la fiesta.

Me alegró que Carolina, mi futura nuera, combinara tan sabiamente su espíritu dionisíaco con el cuidado de su futuro hijo.

Pero, siguiendo una lógica que se remonta a los orígenes de nuestra cultura, si había boda, estaba en todo mi derecho de reclamar un nieto.

En ese instante comenzó mi nueva carrera de abuela, que todavía no sé muy bien en que consiste, pero que hasta el momento parece bastante interesante.

La concepción
Según me fue explicado, con cierto dejo de fastidio, el bebé iba a ser planificado, según los deseos de sus padres (entiéndase bien el mensaje: futuras abuelas, abstenerse)

Los sensatos argumentos de los futuros padres me importaron un cuerno: cuando una se casa debe quedar embarazada de inmediato. Por otra parte, casarse sin estarlo, a esta altura es de una antigüedad medieval impropia de padres y abuelos tan libérrimos como adornan toda la familia. Fue así como sin el menor pudor comencé a llamar por teléfono tres veces por día para ver si ya estaba confirmada la llegada de mi nieto.

Cuentan lenguas infidentes que los padres en algunos momentos se revolcaban de risa y en otros planeaban mi asesinato de un garrotazo en la cabeza. Yo, que lo suponía, permanecía inmutable. Ya estoy acostumbrada. Desde que nacieron, mis hijos oscilan entre esas dos opciones.

Parece que algún peso tuvo mi insistencia porque, pese a la claridad y decisión de los progenitores, y los avances de la ciencia en el control de la natalidad, mi nieto se anunció diez días después que se decidiera el casorio. Exactamente como corresponde.

En ese punto ya teníamos el primer acuerdo con el crío: cuanta menos bola se les dé a los padres, mucho mejor. El niño venia en camino con el guiño cómplice de su futura abuela.

De premoniciones y comentarios
La primera noche después de la anunciación soñé que era un varón. Me encantó la idea de crear la leyenda de que esta abuela era vidente, así que proclamé mi sueño a los cuatro vientos. Lamentablemente, la semana siguiente soñé que era una nena, y a la tercera sólo que lo llevaba de la mano sin saber su sexo.

Mi leyenda de bruja se diluyó en el acto. Por mis predicciones tanto podía nacer nena, varón o planta de interiores. Me resigné a que le contaran sólo la verdad, a saber: tu abuela siempre fue un poco chiflada.

Cuando la panza de la mamá alcanzó proporciones tocables, viajé a verla, y alrededor del mate nos juntamos las mujeres de la familia. Cual una buena futura abuela le pregunte a la mamá cómo estaba.

"Bien -me respondió- pero ando un poco sensible". Puse cara de circunstancias tratando de evocar qué clase de sensibilidad había desarrollado yo en esos trances, tarea dificultosa ya que me parece haber parido por última vez en el paleozoico. En eso saltó mi hija, que de partos sabía mucho menos, ya que todavía no tenía ninguno, y dijo con aire doctoral: -¡Claro eso pasa siempre!- La miré desconcertada y ella se defendió en el acto -Alegría, mi perra, se pone igual.

Le tiré una patada por debajo de la mesa: ¡hay que ser burra para comparar una madre con una perra! Por suerte, la madre ni pestañeó, absorta como estaba en el devenir de su bebé dentro de la panza.

Él, por venir, ya estaba provocando idas y venidas, y la historia aun estaba en sus comienzos y solo se imponía entonces un interminable brindis por la vida. Eso hicimos. ¡Para Antonio, salud, pesetas y besitos en el ombligo! Y brindamos con mate.