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Con el pucho: 2 a 0

Sigo anotándome para mi medallita a la mejor fracasadora del año, y allí va mi segundo intento de dejar el pucho.

Por Cristina Wargon

@CWargon

Esta vez me puse científica, averigüé, y descubrí que en todos los Hospitales de Buenos Aires hay centros de "cesación tabáquica". Partí a mi hospital amigo, el Ramos Mejía, y aterricé con una médica simpatiquísima, Marta Angueira.

Me hicieron soplar en un tubito para ver cuán intoxicada estaba (obviaré los resultados), me entregaron la folletería pertinente, y me dieron la pastillita mágica: el Champix. Dicen que en las farmacias cuesta fortunas pero en estos lugares es gratuita.

Y allí fui, decidida como San Martín al pie de los Andes, como Cesar frente al Rubicón, o como lo que simplemente soy: una gorda medio asfixiada. La pastillita, ¡genial! 

Comencé de a poco a bajar el número de cigarrillos, y llegué a ¡uno por día!… Ya lo tenía pero… justo irrumpían las vacaciones. …y me pudo la tentación del verano, la terrible necesidad de que por ese breve espacio de felicidad nada me estresara. Volví al faso. Pero sin rendirme, al regresar, por consejo de mi amiga Alicia Poppi terminé en un centro Adventista. Realmente recomendable, no trabajan con pastillas sino con fuerza de voluntad, hasta con himnos que los canté toditos.

Duraba cinco días, y tuve asistencia perfecta. Mis compañeros en el intento iban dejando uno a uno, y cada vez se recibían un aplauso, que por supuesto nunca me llegó. Me fui con todas las técnicas en el bolsillo y la promesa de volver… algún día.

Y de pronto, a las cinco de la tarde con Lara y Flor (pequeñas sobrinitas) de la mano, a punto de entrar a un teatro, revoleé el atado a la basura y…. ¡había dejado de fumar!

La primer semana no se la deseo a nadie, corría hacia el trabajo por la calle Anchorena cantando los himnos a los gritos, mientras aplicaba lo que había ido aprendiendo por todas partes. La segunda semana me advino la ira. Esta amable escriba, cuya mayor virtud es el permanente buen humor, se había transformado en una bestia salvaje.

Quizás el punto cumbre lo alcancé cuando una vez, a las diez de la noche di un portazo a "la puerta que no se cerró nunca" en quince años, y no sólo estremecí la casa sino que me quedé encerrada en la pieza, mientras mi pobre cónyuge, mudo y desorbitado, esperaba el desenlace en el living. Salté por la ventana, caí al patio de allí pasé al living, me abracé llorando aparatosamente a mi hombre, y entre los dos comenzamos a martillar la puerta. A las once de la noche me di por vencida y llamé a Inés, que trabaja en casa y es persona de grandes influencias en el barrio, y cayó al rescate con un cerrajero bajo el brazo. La puerta quedó hecha una ruina. En ese estado de desquicio aguanté treinta y cinco días, mientras me preguntaba sobre las ventajas de una vida tan sana y tan desesperada. Y ni una sola de las tardes conseguí bajar un poquito el deseo de fumar. En el día treinta y cinco, a las nueve de la noche, me tocaron la puerta para traerme una mala noticia y dije, bueno, basta, pase amigo, convídeme un pucho y tratemos de resolverlo con calma.

Ahora volví al Hospital y llevo un parche en la panza como pirata desorientado, pero… me veo mal; esto de fracasar se ha vuelto una exitosa costumbre en mi vida!