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Al ex amigo, ni justicia

Parecería que la presidente Cristina Fernández de Kirchner es consciente de que su imagen internacional deja bastante que desear.

 De otro modo, no se hubiera sentido constreñida a recordarle al mundo que es "una jefa de Estado y no una patotera". Por desgracia, no puede decirse lo mismo de todos sus subordinados. Aún más llamativa que la expropiación de la mayor parte del paquete accionario de Repsol en YPF ha sido la forma atropellada con la que el gobierno la llevó a cabo. Hizo caso omiso no sólo de la Constitución nacional, que es muy clara sobre cómo deberían proceder las autoridades si creen que el "interés público" las obliga a tomar control de una empresa privada, sino también de las normas de cortesía más elementales. En efecto, no bien comenzó a anunciar Cristina su intención de apoderarse del 51% de las acciones de YPF, sin esperar una orden judicial, una patota gubernamental liderada por Julio De Vido y Axel Kicillof irrumpió en la sede de la petrolera para echar a los españoles, mientras que otros grupos de tareas se encargaron de repetir el operativo en las casas en que se alojaban los familiares de los ejecutivos. Según se informa, para huir del país los españoles optaron por ahorrarse problemas viajando al Uruguay por barco, ya que temían tomar el avión en Ezeiza o Aeroparque donde correrían el riesgo de caer en manos de kirchneristas exaltados.

Como aquellos opositores, pocos, que se han negado a permitirse contagiar por la furia patriotera que, por motivos un tanto extraños, suele producir todo lo vinculado con YPF, suponer que gracias a Cristina la Argentina ha recuperado la soberanía hidrocarburífera es absurdo, ya que nunca hubo la menor duda de que cada gota de petróleo y milímetro cúbico de gas que se encuentran en el subsuelo o por debajo de las aguas costeras pertenecen al Estado nacional. Lo que está en juego es la manera de aprovechar los recursos naturales así supuestos, pero parecería que el gobierno, que insiste en que YPF y las demás empresas del sector, con la presunta excepción de Enarsa, seguirán siendo "sociedades anónimas", o sea, privadas, aunque sólo fuera porque a los kirchneristas no les gustaría para nada que los organismos de control que en teoría existen se pusieran a hurgar en sus cuentas. Pues bien: ¿resultará ser más eficaz que antes la empresa que producía apenas el 30% del combustible ya que la mayoría de las acciones está en manos oficiales? No existe ninguna razón para creerlo.

¿Conseguirá el gobierno aumentar las inversiones en el sector energético? Tampoco. Si bien las grandes empresas petroleras como la estadounidense Exxon –la que, según parece, podría reemplazar a Repsol como la socia preferida del gobierno– son notoriamente pragmáticas, puesto que están acostumbradas a congraciarse con tiranías del Oriente Medio y África o regímenes sólo nominalmente democráticos tan arbitrarios como el ruso, tendrían que exigir garantías muy firmes antes de pensar en arriesgarse aquí, ya que preferirían no compartir la suerte de sus competidores españoles.

De tomar Cristina y sus colaboradores en serio su propia retórica, hubieran obrado de otro modo para deshacerse de Repsol, una empresa cuyos directivos cometieron el error garrafal de procurar sumarse al "proyecto" kirchnerista aliándose coyunturalmente con financistas que se creían amigos del matrimonio Kirchner y por lo tanto "expertos en mercados regulados".

Pudieron haber tomado Repsol por las buenas, negociando un acuerdo mutuamente aceptable. En el corto plazo les hubiera resultado más caro, pero hubiera sido mejor para el país que en adelante llevará un handicap muy pesado porque todos los empresarios extranjeros y nacionales, los que se imaginan amigos y quienes se encuentran en la larga lista negra de enemigos del gobierno, tienen motivos de sobra para sentir miedo, ya que saben que en cualquier momento podrían caer víctima de la rapacidad oficial. Sin embargo, como entiende muy bien el gobierno, una expropiación acordada no hubiera servido para hacer vibrar las cuerdas nacionalistas de sus simpatizantes y atemorizar al grueso de sus adversarios, razón por la que optó por defenestrar por las malas a sus ex aliados estratégicos sin preocuparse en absoluto por las eventuales consecuencias de su conducta patoteril.