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A la posteridad, haciendo un papelón (II)

Y allí estaba, esa misma tarde Sara Facio me iba tomar fotos, las fotos que iban a dejar para siempre mi rostro en la posteridad. Recordando todas las pavadas que llegué a hacer, no me lo merecía.

Qué me pongo

Dicen que esta pregunta caracteriza a las mujeres, pero curiosamente no es la mía: todavía sigo apostando al vaquero o las calzas. Pero en ese caso la idea de la pilcha "inmortal" me volvió loca a mí y por extensión a todos mis allegados y amigos. Después descubrí que la respuesta tenía dos alternativas: quién soy, o quién quiero parecer para esa historia que me esperaba allá a lo lejos.

La primera, por su alto contenido metafísico, la dejé de lado, pero la segunda comenzó a atormentarme. Este trámite de ser mujer me permite, como a todas, disfrazarme. Tengo pilchas para parecer una señorona seria, otras con un leve toque de putarraca, algunas para aparentar el ama de casa y otras para jugar a la súper sexy. Consultado que fue mi señor esposo, respondió: ¡ufa! Respuesta que sé cómo interpretar pero que ayuda poco. Mis amigas se mostraron contradictorias: las más locas querían las pilchas sexys, las más serias votaban por el look señora. El chino sólo me miró con cara rara, el cartero huyó despavorido, dos o tres taxistas (que tomé durante el dilema) frenaron con una brusquedad suicida... así que allí estaba yo, solita mi alma, colgada en el Louvre en el siglo tres mil y mal vestida para siempre. ¡Coños!

Lista para el gran momento

Finalmente me decidí por algo intermedio. Para la parte sexy opté por una minifalda, para la formal por una camisa de seda y para la loca por un chaleco tirando a rockero. El resultado era un asco, pero faltando diez minutos para la eternidad ya no había compostura. El maquillaje fue otro parto: ¿debía usar el revoque grueso de la televisión o algo más sencillo? También me quedé a mitad de camino: diez kilos de rímel y sin rubor dieron como resultado una máscara china aplicada a una incongruente polaca. De cualquier modo, después de horas de emperifollarme, estaba lista. Salí de casa justo cuando mi noble esposo se estaba comunicando con sus abogados por el divorcio, mientras yo gritaba: ¡¡por lo que me importa, justo ahora que estoy por entrar en la inmortalidad!!

Final de pesadilla

Sara me esperaba en su estudio, un lugar claro, amplio y hermoso que mucho se parece a ella. Tomamos un café mientras yo le preguntaba cómo eran algunos de los personajes que había fotografiado. Me contó, por ejemplo, que Julio Cortázar nunca creyó que iban a salir las fotos porque pensaba que con esa luz era imposible, por eso estaba tan distendido y risueño. Que en general los hombres quieren salir bonitos mientras las mujeres prefieren quedar parecidas a ellas mismas (allí me sentí absolutamente indigna: yo pretendía las dos cosas al mismo tiempo). Y finalmente pasamos al lugar de las fotos propiamente dicho. En general posando soy un bicho lamentablemente, me resulta imposible hundir la panza y la nariz, y parecer distendida y hasta simpática. Sin embargo Sara, con su tranquilidad, logró que me olvidara de la posteridad y ya me sentía casi totalmente bien, cuando... miré para abajo y descubrí que ¡¡me había puesto zapatos diferentes!! Cual una maldición del Señor allí estaban, uno de gamuza y otro de charol. Sara me consoló como pudo, me aseguró que mis zapatos no iban a aparecer; más aún, en su extrema bondad me juró que en París la última moda era llevarlos así. Todo fue inútil... estoy segura que con Cortázar no le pasaron estas cosas y sé que en el siglo tres mil se darán codazos frente a mi foto preguntándose quién fue esa chiflada. Será justicia.