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48 horas de aislamiento total: el protocolo sanitario por hantavirus que vivió un cronista de Clarín

El corresponsal sufrió síntomatología después de pasar varios días en Epuyén y fue internado en el hospital de Bariloche bajo estrictas normas de seguridad.

Nota de Claudio Andrade, cronista de Clarín

Dicen por ahí que el hantavirus es una pistola con un tambor de 10 tiros y que solo tiene cargados tres. Cuando la fiebre aparece en tu horizonte el tambor comienza a girar y el percutor retrocede. Esto es porque el 30% de los contagiados fallece. Pero una cosa es escuchar la anécdota y otra que los síntomas se hagan cuerpo en tu propio cuerpo. Entonces la perspectiva cambia. Ya se sabe que el virus puede ser letal y que todo aquello que los médicos hagan será para ayudar a uno a transitar de una orilla a la otra: de la enfermedad a la salud o del padecimiento a la muerte.

En Río Negro y Chubut basta que se manifiesten los síntomas para que se desate un estricto protocolo de aislamiento con el que se pretende certificar el contagio y aislar a la persona que podría esparcir el virus. Me tocó convertime en alguien "sospechoso" horas después de volver el 13 de enero de Epuyén a Bariloche donde realicé una cobertura periodística para Clarín. Los síntomas estaban allí y no había excusas. Debían mantenerme alejado de los demás.

Las palabras de este artículo empezaron a fluir en el severo aislamiento en el cual permanecí durante 48 horas en una habitación con vidrio pecera del hospital Zonal de Bariloche. Las autoridades de Salud de la provincia reconocen que el hospital barilochense es la institución que más aceitado tiene el protocolo.

Horas después de llegar desde la localidad azotada por el brote de hantavirus, que ya dejó a 12 muertos, comencé con escalofríos. Fue una de las peores madrugadas de domingo de mi vida. Por la mañana tenía fiebre, diarrea, ganas de vomitar y dolor en todo el cuerpo. Le envié un mensaje de Whatsapp a las 9 de ese mismo día al director del hospital, Leonardo Gil. Su respuesta fue alentadora y sin maquillaje. "Me suena a gastroenteritis pero como venís de Epuyén vamos a tener que aislarte", explicó.

El protocolo implica que el paciente es ingresado a los 3 minutos de explicar su problema en el hospital. De inmediato una enfermera le entregará un barbijo, lo siguiente es un examen general, seguirán las extracciones de sangre de rigor, las muestras de orina y excrementos y radiografías de los pulmones. Todo a la velocidad del rayo y en un bloque vertiginoso y eficiente.

Más allá de los estudios de sangre que pueden dar una pista clave para identificar un contagio, la persona estará alojada en un pabellón hasta que las muestras sean cotejadas por el Instituto Malbrán en Buenos Aires. Pasarán entre dos y tres días.

Desde ese momento el paciente deja de tener contacto con los demás. No hay saludos. No hay besos. No hay familiares con los cuales compartir un mate o una simple conversación. Durante las 48 o 72 horas que se prolongue el proceso recibirá la atención de médicos, enfermeros, personas de limpieza, asistentes sanitarios, quienes irán vestidos como en una película llamada "Virus" o "Pandemia". Esa es la tónica.

El equipo que los protege se compone de barbijo reforzado, antiparras especiales, bata de color azul hasta los tobillos, guantes de látex.

Al paciente no le está permitido salir de la habitación por sus propios medios ni abrir la puerta y pegar un grito del tipo "¿Alguien me trae un té?". No hay lugar a concesiones. Su saliva vaporizada no debe atravesar el aire más allá de la habitación.

El hanta es un virus lo bastante críptico como para que los médicos prefieran no hacer cálculos optimistas. Un paciente afectado puede encontrarse bien a la mañana y a la tarde grave.

El caso sospechado tendrá conectada una línea de suero permanentemente y consumirá buenas cantidades de agua porque la deshidratación tampoco es un hecho extraño. A su vez se le entregan protectores gástricos e ibuprofeno con lo que mantener la fiebre bajo control.

La fiebre superior a 38 grados, la creciente dificultad respiratoria (acompañada de un dolor en la parte baja de la espalda) y un cuadro de profundo agotamiento general son los síntomas reales y más claros de un contagio por hantavirus.

Dos días después de mi cuadro y transcurrido el miedo cruel, los médicos llegaron con la noticia del negativo en mi caso. Se trataba probablemente de una infección de origen desconocido. Una alegría que no tardó en verse golpeada. De acuerdo a mi itinerario, que relaté a los facultativos, había dialogado con una mujer cuyo marido murió en diciembre. Quedaba chequear cómo estaba ella. Mientras tanto me extendieron un certificado de aislamiento domiciliario por 30 días.

Todavía convaleciente, fui trasladado a mi casa en ambulancia, vestido como los doctores que me visitaban. Me senté, ubiqué Spotify y lloré un rato sin consuelo. De pronto, estaba bajo arresto domiciliario con una diferencia: ningún hijo o vecino o amigo podía visitarme.

A la mañana siguiente, un funcionario del hospital me despertó al celular: "La mujer está bien y fuera de aislamiento, podés salir, eso sí mantenete alerta estos 30 días por cualquier fiebre".

Y aquí estoy, escribiendo algo confundido. Esperemos que el tiempo pase y que no haya fiebre porque entonces el tambor comenzaría a dar su vuelta morbosa.