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Una democracia con poco arraigo

*Por James Neilson. La democracia liberal se difundió por buena parte del planeta porque a partir de comienzos del siglo XIX ha sido el sistema político preferido de los países más ricos.

Toda vez que surgió una alternativa de apariencia prometedora –el fascismo, el comunismo–, muchos latinoamericanos la encontraron irresistible, ya que en su nombre pudieron rebelarse contra un orden a su juicio humillante por ser propio primero de los británicos y, con variantes, franceses y, más tarde, de los norteamericanos. Por cierto, no fue una casualidad que el derrumbe de la Unión Soviética se haya visto seguido por la democratización de casi todos los países de América Latina. Tampoco lo es que el repliegue económico, militar y hasta cultural de Estados Unidos y los integrantes de la Unión Europea, acompañado por la sensación de que China, un país autoritario de tradiciones muy diferentes de las occidentales, está en vías de erigirse en la próxima superpotencia, haya coincidido con un deterioro llamativo de las instituciones democráticas en distintas partes de la región.

Por ser el sistema democrático de origen ajeno, mantenerlo en el medioambiente latinoamericano requiere mucho más esfuerzo que en sus lugares nativos. Hay que cuidarlo, defenderlo contra los que, de tener la oportunidad, no vacilarían en expulsarlo por extranjero o, para emplear uno de sus epítetos favoritos, "extranjerizante". No es del todo fácil. Con un puñado de excepciones, los políticos e intelectuales están convencidos de que los límites que son característicos de la democracia liberal sólo sirven para impedirles llevar a cabo los cambios que, juran, permitirían que el pueblo disfrutara de más beneficios materiales, más igualdad, más libertad, más democracia "auténtica", razón por la que sería mejor que fueran más flexibles. En una región en que la mayoría vive hundida en la pobreza, los argumentos en tal sentido suelen resultar persuasivos.

Pues bien, aunque la tentación antidemocrática es muy fuerte, los repetidos experimentos autoritarios que se han ensayado no han brindado los frutos esperados. Luego de impulsar algunas reformas iniciales, a veces positivas pero por lo general decepcionantes, todos han resultado en la entronización de un régimen oligárquico conformado por personas más interesadas en sus propios privilegios que en el bienestar común. Muy pronto, se amplía tanto la brecha entre la retórica oficialista y la realidad que la discrepancia motiva las burlas de los escépticos, lo que, como siempre ocurre, hace aún más dogmáticos y menos tolerantes los defensores de la revolución, modelo o proyecto en marcha.

La Argentina está pasando por una fase temprana de este fenómeno ya cíclico. El orden democrático sigue de pie, pero poco a poco está desmoronándose por carecer de las instituciones fuertes y, más importante todavía, por la debilidad de las tradiciones culturales necesarias para afianzarlo. No sólo es cuestión de la impotencia de una oposición atomizada, sino también de la obsecuencia al parecer congénita de los muchos que se sienten atraídos por el poder político y por las oportunidades que les ofrece. Aun cuando la presidenta Cristina Fernández de Kirchner fuera menos mandona y más tolerante de lo que efectivamente es, la propensión de sus seguidores a colmarla de más poder, de mayores responsabilidades y la incapacidad de los demás para modificar la tendencia centrípeta resultante asegurarían que el orden político argentino continuaría haciéndose cada vez más autoritario. Puesto que todo hace pensar en que a la presidenta le encanta dominar el escenario como si fuera una monarca nada constitucional, el camino hacia el unicato queda despejado.

El grupo gobernante –no se trata de una organización formal sino de un conjunto de familiares, amigos y sus servidores leales– parece resuelto a transformarse en una versión argentina del Partido Revolucionario Institucional que, durante más de sesenta años, gobernó México a base de una combinación de retórica nacionalista pretendidamente progresista, autoritarismo a veces violento y una "caja" casi inagotable que le fue proporcionada por buena parte de la economía de su país que, desde luego, estaba firmemente bajo su control. El PRI compraba al grueso de los intelectuales dándoles puestos administrativos y subsidiando, con dinero público, diarios, revistas, editoriales, universidades y programas culturales. Con métodos similares mantenía subordinados a los gobernadores estaduales e intendentes. No tenía que preocuparse por las fuerzas armadas, que permanecían marginadas de la política, ni de la Justicia ya que la mayoría de los magistrados era tan oficialista como el que más. Huelga decir que el PRI ganaba todas las elecciones, renovando así periódicamente sus credenciales democráticas.

El gobierno de Cristina se asemeja mucho a los del PRI; es conservador, pero dice ser progresista; bate con frecuencia el parche nacionalista; aunque cree en "el capitalismo de los amigos" está más que dispuesto a estatizar empresas emblemáticas; reparte beneficios de diverso tipo entre aquellos intelectuales que le son favorables, de tal manera tentando a los que de otro modo asumirían una postura crítica; hace uso político de una "caja" rebosante de dinero para disciplinar a los gobernadores e intendentes; está construyendo un gran aparato propagandístico, con un coro de intelectuales incluido, subsidiando a sus partidarios y negándose a dar un solo centavo de publicidad oficial a medios reacios a acompañarlo; asimismo, hasta ahora ha ganado elecciones por márgenes cada vez más impactantes.

Con todo, hay una diferencia, una que es fundamental: los mexicanos, conscientes de lo terriblemente peligroso que sería permitirle al dictador electivo perpetuarse en el poder, lo obligaron a conformarse con seis años al prohibir la reelección. Pudieron hacerlo porque el PRI, como institución, importaba más que la persona del presidente que, si bien tenía poderes que hubieran envidiado muchos monarcas medievales, no soñaba con intentar independizarse del partido "natural" de gobierno. En cambio aquí el sistema político es incomparablemente menos sofisticado que el de México entre 1929 y 1989. Es unipersonal. Sin Cristina, el embrionario movimiento gobernante se esfumaría de la noche a la mañana. Mientras tanto, empero, la presidenta seguirá repartiendo pedazos de poder entre los "militantes" de La Cámpora con la esperanza, con toda probabilidad vana, de que logren formar el núcleo de un futuro PRI argentino.