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Una defensa poco eficaz

Desde que se produjo, hace más de dos semanas, aquel accidente trágico en la estación de Once tanto la presidente Cristina Fernández de Kirchner...

... como otros integrantes del gobierno nacional se han concentrado en procurar convencer al país de que no fue consecuencia de las deficiencias de la política de transporte oficial sino de un error humano cometido por el maquinista o de la mala suerte. Dadas las circunstancias, no les queda otra alternativa que tratar de hacer pensar que la catástrofe sucedió a pesar de su gestión, no a causa de ella –a ningún gobierno se le ocurriría formular una "autocrítica" con la esperanza de que la ciudadanía, impresionada por su sinceridad insólita, lo perdonara por haberse equivocado–, pero desgraciadamente para ellos es demasiado tarde para atribuir el estado penoso de los trenes a lo hecho por gobiernos anteriores. Tiene razón el ministro de Planificación Julio de Vido cuando, en defensa de la gestión del ex secretario de Transporte Juan Pablo Schiavi, dice que "no se pueden imputar al funcionario de turno los accidentes que se producen por décadas de abandono", pero sucede que De Vido mismo se desempeña como ministro a cargo del sector desde hace casi nueve años, razón por la que no es injusto atribuirle por lo menos una parte de la responsabilidad por la situación actual. Puede argüirse que hubiera sido imposible reconstruir el sistema ferroviario en un lapso tan breve, pero por desgracia no hay señales de que se haya puesto en marcha un plan coherente destinado a modernizarlo.

Asimismo, lo mismo que Schiavi, cuyos intentos de minimizar la importancia del desastre afirmando que el choque no hubiera sido tan grave de haber ocurrido en un día feriado y que, de todos modos, se debió a la costumbre "argentina" de agolparse en los primeros dos coches para ahorrar tiempo ocasionaron indignación, De Vido se las ha ingeniado para perjudicarse al hablar como si estuviera más interesado en sembrar confusión que en reivindicar lo hecho por el gobierno. Es verdad que "nunca se contabilizan las muertes que no se producen", por lo que quería decir que gracias a las obras públicas emprendidas durante su gestión se han evitado muchas muertes, pero su manera desafiante de subrayarlo no habrá ayudado al gobierno a recuperarse del golpe asestado a su imagen por la muerte de más de cincuenta personas y las heridas sufridas por otras 700 en un accidente que, a juicio de todos salvo los funcionarios gubernamentales mismos, pudo haberse prevenido tomando precauciones que en buena lógica deberían ser rutinarias.

Si bien sería absurdo acusar a Schiavi de haber sido directamente responsable de todo cuanto sucede en la red ferroviaria o las rutas del país en el transcurso de su gestión de casi tres años, es legítimo criticar al gobierno por no controlar más rigurosamente los servicios públicos privatizados, ya porque están en manos de empresarios "amigos" que se suponen confiables, ya porque con muy escasas excepciones los funcionarios están más preocupados por aprovechar en beneficio propio las vicisitudes de las interminables internas políticas que por algo tan antipático y en su opinión antipopular como la eficiencia. Es en buena medida por tales motivos que tantos han atribuido lo que sucedió en la estación de Once a las deficiencias administrativas de un gobierno caracterizado por un grado excesivo tanto de centralización como de politización.

Otra razón por la que aquel accidente terrible ha tenido un impacto político sumamente fuerte consiste en la reacción increíblemente torpe de virtualmente todos los voceros oficiales, incluyendo a la presidenta Cristina. Pocos días han transcurrido sin que se hayan formulado declaraciones que han servido para desprestigiar todavía más a integrantes del gobierno nacional que, aún ensoberbecidos por el triunfo electoral aplastante del año pasado y por la debilidad de las distintas facciones opositoras, parece haber perdido su capacidad para comunicarse con la gente. No se trata de un asunto menor. En nuestro país la estabilidad política depende de la relación anímica entre quienes están en el poder y la ciudadanía, ya que no hay instituciones que puedan servir de intermediarias, como es el caso en todas las democracias del mundo desarrollado.