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Travestismo político

En nombre de un pragmatismo grosero, los principios desaparecen y las ideologías son meras etiquetas para seducir incautos.

La teoría del fin de las ideologías que, en años ya pasados, dio tanto que hablar y suscitó en los ámbitos académicos todo género de polémicas, curiosamente parece haber hallado en la Argentina la confirmación que muchos insistieron en negarle cuando estuvo de moda.

Veamos qué ha sucedido en estas playas con las plataformas partidarias y las observancias doctrinarias de los candidatos que, hasta ayer nomás, blasonaban ser de izquierda, de centro, o de derecha.

Recientemente hemos asistido, y seguramente seguiremos asistiendo hasta después de las elecciones presidenciales del mes próximo, a los más variados saltos, piruetas y malabarismos de diversos candidatos.

Por ejemplo, el puntano Alberto Rodríguez Saá, que integró el Peronismo Federal con Eduardo Duhalde, ha admitido que votaría la reelección de la Presidenta antes de apoyar a Duhalde. Felipe Solá también desertó del Peronismo Federal en busca de una mayor independencia, que quizás encuentre cerca del kirchnerismo.

Por su parte, el radical RicardoAlfonsín ha visto cómo su candidato a gobernador bonaerense Francisco de Narvaéz se ha acercado -en los hechos, no en las formas- a Rodríguez Saá, mientras que su candidato a gobernador de Santa Cruz, Eduardo Costa, también estaría buscando una base electoral más amplia. El socialista Hermes Binner y Fernando "Pino" Solanas estuvieron a punto de aliarse, pero ahora se encuentran en las antípodas. Mucho antes, Carlos Menem, un férreo antikirchnerista, viró hacia el oficialismo a medida que veía complicarse su panorama judicial en varias causas por corrupción.

¿Dónde han ido a parar aquellas bases emblemáticas de un radicalismo dispuesto a quebrarse en su intransigencia pero nunca a torcer el rumbo de sus principios? ¿Qué ha quedado del viejo socialismo o de las famosas tres banderas del justicialismo histórico?
Es cierto que, con el paso del tiempo, necesariamente cambian los problemas y se modifican los desafíos, pero cualquier evolución, por lógica que resulte, nunca debe ser una excusa para abandonar las creencias, mudar de convicciones en menos de lo que canta un gallo o saltar de un partido al otro como si fuese un juego.

Es lógico adaptarse a los nuevos paradigmas y aceptar que la política no es una cárcel de conceptos, pero no está bien pretextar una pirueta ideológica cuando el propósito inconfeso es llegar al poder como sea.

El kirchnerismo, siempre tan admonitorio contra los tránsfugas ideológicos, ¿acaso ha tenido empacho en pactar con Ramón Saadi en Catamarca y Carlos Menem en La Rioja, al solo efecto de asegurarse victorias en esas provincias? ¿No debería alguno de sus voceros explicar cómo conviven la anulación de las "leyes del perdón" con la cálida bienvenida a Menem, autor de los indultos? ¿No son sus espadas mediáticas las que pregonan el advenimiento de la nueva política, sin que ello le impida a la Presidenta preservar su poder territorial en el Gran Buenos Aires con el concurso de unos barones corroídos?

Milagroso maquillaje el del poder: consigue encolumnar a jóvenes nacidos en los centros de detención clandestina del gobierno militar, con precoces admiradores del ingeniero Alvaro Alsogaray que coreaban en las asambleas universitarias marplatenses por "la libertad de nuestros presos políticos, Videla, Massera y Agosti".

El vacío conceptual que se expresa en estas mutaciones permite que los mismos dirigentes que ganaban elecciones en los años 90 abrazados a la convertibilidad, entre quienes estaba la actual Presidenta, ahora denuncien aquel viejo catecismo como la perversión neoliberal de una década maldita. Se podría pensar que esas fluctuaciones son el signo de una época en que todos los contratos son efímeros: el laboral, el matrimonial, el electoral. Pero también puede vérselas como la versión estilizada de un fraude.

Al radicalismo le pareció lo más normal de este mundo tejer alianzas con Binner y con Margarita Stolbizer, al tiempo que cerraba un acuerdo estratégico con De Narváez. No pudo hacerlo por la negativa del socialismo, aun cuando habría que preguntarse si Binner no quería formar parte de una alianza con De Narváez por juzgarlo de derecha, ¿cuál es la razón de su pacto con la democracia progresista santafecina, que no es, precisamente, una agrupación de izquierda?

En cuanto al macrismo -mezcla confusa de progresistas y conservadores, católicos y libertarios, principistas con escaso apego al dogma y arribistas- no se sabe bien qué es y donde está parado. En Chaco se sumó a la lista que, en su momento, acabó consagrando a Jorge Capitanich. En Neuquén se subió a la alianza filokirchnerista integrada por un radical alfonsinista y por la hermana del secretario general de la Presidencia, Oscar Parrilli. En términos presidenciales podría, sin inmutarse, haber conformado una boleta con Carlos Reutemann, Alfonsín o Duhalde.

Los ejemplos enumerados son apenas algunos de los muchos que existen y ponen en evidencia no sólo que en nuestro país las ideologías son continentes sin contenido o, si se prefiere, etiquetas identificatorias para seducir incautos, sino también que los principios a menudo brillan por su ausencia, en nombre de un pragmatismo grosero.

Esto no implica abandonar la idea sobre la importancia de las coincidencias programáticas interpartidarias, que puedan derivar en coaliciones duraderas y en políticas de Estado.
No hay razón para confundir las acrobacias con las tácticas, los entuertos con los pactos y la impudicia con la necesidad. Es necesario tener límites. Salvo, claro, que la regla de oro de la política argentina sea hoy el vale todo y cualquier camiseta partidaria le quede bien a cualquier hombre público dispuesto a ponérsela.