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Reflexiones: las dos Argentinas

* Por Juan José Giani. El arte es a la teoría lo que la intensidad a la precisión. Ambas procuran interrogar al mundo.

Pero mientras la segunda deposita su confianza en el poder clarificador de los conceptos, la primera supone que una cuota de sofisticación expresiva amplía los márgenes de percepción de lo real.

El arte es a la teoría lo que la intensidad a la precisión. Ambas procuran interrogar al mundo, pero mientras la segunda deposita su confianza en el poder clarificador de los conceptos, la primera supone que una cuota de sofisticación expresiva amplía los márgenes de percepción de lo real. Llevado a un punto extremo, para el artista la aridez emocional de las categorías conspira contra su capacidad de análisis, y para el hombre de doctrina lo que la ficción introduce de conmoción lo resta en nitidez. El cientista desmenuza y el esteta interpreta, en un criterio de demarcación que suele incluir un respeto distanciado de cada una de las disciplinas.

Pues bien, abundan los ejemplos en los cuales, o bien un mismo texto anuda fructíferamente ambas perspectivas, o bien un mismo autor utiliza ambos registros para aproximarse a un objeto común. Este segundo caso es el que aquí nos convoca; y haremos centro para eso en la figura de Esteban Echeverría, quien en la primera mitad del siglo XIX escribe una de las obras más relevantes de la historia de la literatura latinoamericana. Hablamos, claro, de "El matadero", libro en el cual nuestro pensador romántico despliega con esmerado furor narrativo su visión del país bajo el dominio rosista.

Recordemos brevemente el argumento. En tiempos de cuaresma y tras un período de carestía de carne producto de inclemencias climáticas, un ciudadano de simpatías unitarias transita en las cercanías del matadero, lugar de los suburbios controlado por un mazorquero llamado Matasiete. Al advertir la presencia del joven adversario, los partidarios de Rosas lo acosan, lo apresan y lo humillan, y aunque su intención es más bien burlona y aleccionadora, el sujeto muere tras una explosión incontenible de ira.

El texto tolera así dos niveles concurrentes de abordaje. El primero, donde fulguran las agudizaciones impresionistas del escenario, y que permite contrastar la brutalidad y la sordidez de las costumbres del mundo popular-rosista, frente al recato y la pulcritud propias del ilustrado opositor agredido. Una adjetivación generosa para imágenes tremebundas y una permanente mostración de la sangre y el barro como sinécdoques de la tiranía del Restaurador de las Leyes, favorecen la construcción de un relato que oscila entre el realismo social denuncialista y un asfixiante onirismo de pesadilla.

En el segundo, se destacan más palmariamente las notas ideológicas de la mirada echeverriana, destinada por cierto a justificar el rol político que la Generación del 37 se atribuye en aquella traumática coyuntura. Por una parte, la más obvia, acentúa la satanización del barbarismo federal en tanto causante de la frustrada modernidad argentina; y por la otra, y esto suele ser menos señalado, avanza en una descripción entre despectiva y desdeñosa de la figura del joven unitario, incauta presa fácil del engranaje represivo de la Mazorca.

La obra sobrecarga en truculencia el acuciante dilema argentino, tensionado entre una idiosincrasia genuina pero abominable y una alternativa bienintencionada pero carente de toda ubicuidad. Una guerra civil, política pero también axiológica; una facciosidad nociva que impide plasmar en nuestras tierras la demorada utopía de capitalismo y república. El texto condensa así los aspectos medulares del proyecto civilizador, exacta simbiosis entre un orden progresista de alcance universal con cabeza en los países del norte y una lectura históricamente adecuada de la singular manera en qué cada nación puede ingresar a ese apetecible orden.

"El matadero" inaugura así lo que será sin dudas un tema medular de nuestra vida cultural: la existencia de dos Argentinas. Radical incompatibilidad entre cosmovisiones tan legítimas como parciales, tan enraizadas como impotentes. Ancestral partición del cuerpo comunitario que inviabiliza cualquier perspectiva de un estable destino compartido. Respecto de este punto, Echeverría se muestra alarmado pero a su vez confiado, pues cree contar con las herramientas apropiadas para suturar ese perturbador desgarramiento.

Llamará entonces "Dogma Socialista" a su ensayo de filosofía social, en el cual procura sentar las bases de una convivencia que debe recuperar fraternidad y armonía. Un credo laico pasible de ser aprehendido por ambos bandos, y que en base a una clarificación de principios y objetivos, permitirá edificar lo que él denomina "tercera posición". Educación cívica, municipalismo y agroindustria serán sólo algunas de las facetas de un programa integrador y pujante.

Echeverría exhibe así una lógica analítica peculiar y potente. Apela a la literatura para patentizar el drama de las dos Argentinas y luego recala en el diseño doctrinario para expresar su convencimiento de que ese drama puede superarse con la instalación de un nuevo grupo dirigente que él aspira a encabezar.

Como bien sabemos, ese optimismo se reveló improcedente, y la cuestión de las dos Argentinas nunca cesó de reaparecer. En tiempos recientes, el cine argentino se ocupó lúcidamente del asunto, a través de dos películas que me interesa comentar. La primera de ellas, "El hombre de al lado", de los directores Gastón Duprat y Marian Cohn, relata el conflicto que se suscita entre dos vecinos a partir del deseo de uno de ellos de habilitar una ventana invadiendo la jurisdicción de la propiedad del otro. El primero (bárbaro hombre de pueblo que sólo quiere "un poco de solcito") es simpático, simple, pero a su vez un vivillo que roza la prepotencia. El segundo (un civilizado diseñador cosmopolita de la clase media alta porteña) casi no tiene rasgos positivos. Es petulante, pusilánime y mentiroso.

El filme, cuyo tono narrativo circunda todo el tiempo la comedia, revela finalmente el núcleo trágico que lo organiza. Para sacárselo de encima, y tras un robo que se produce en su casa, el civilizado deja morir al bárbaro, que había acudido en su ayuda para repeler a los ladrones. Una resolución, por tanto, exactamente inversa a la de Echeverría. Si nuestro romántico enfatiza la perversidad de la barbarie para luego proponer un Dogma que tratará de incluirla, Duprat-Cohn acentúan los rasgos deplorables del hombre culto de ciudad para postular que el vínculo insoluble entre esos dos mundos concluye con la eliminación del lado menos oscuro de la Argentina.

La segunda, más reciente, se llama "De caravana", del cineasta cordobés Rosendo Ruiz, y cuenta las peripecias de un fotógrafo pequeñoburgués que incursiona en el mundo de la bailanta cumbiera a los efectos de obtener testimonios casi etnográficos de esa peculiar subcultura. La cosa se complica cuando el joven, siguiendo a una villera que lo atrae, queda involucrado en las andanzas de una banda de narcotraficantes que lo fuerza a integrarse a ella. El artista nos recuerda al civilizado de la película anterior, pues en el fondo abomina de ese territorio popular al que considera impuro e inferior. Ruiz sin embargo no idealiza la barbarie, pues ella se codea todo el tiempo con la marginalidad y el delito.

La obra se mueve en el terreno de una violenta comedia del absurdo al estilo Tarantino, pero no desbarranca en la tragedia, pues los dos mundos finalmente se reconcilian de un modo llamativo. La joven bárbara abandona el delito y abre una peluquería y el engreído pequeñoburgués busca su amor aceptando los códigos de esa cultura plebeya. Nuevamente, una salida diferente a la de Echeverría, pues si bien la armonía entre antagónicos se manifiesta posible, ésta no se establece por la mirada estilizada de un intelectual que se presume por encima de ambos bandos, sino por la absorción que la barbarie dignificada logra respecto de aquellos que inicialmente se empecinan en denigrarla.

No sería incorrecto pensar los traumáticos vaivenes de la política argentina a partir de la capacidad (o incapacidad) de los grupos dirigentes para anudar esos dos espacios socio-culturales recurrentemente incomunicados. Enconada escisión que se expresó con toda su radicalidad durante el primer peronismo y que cada tanto retorna bajo otras voces y formatos.
Lo supo Cristina Fernández en las elecciones presidenciales del año 2007 cuando sucumbió en la mayor parte de los grandes centros urbanos, y lo reparó en 2011 cuando logró acumular adhesiones que provinieron de casi todas las clases sociales. Este último debería ser entonces el camino a mantener en el futuro. No por cierto el de un tercerismo equidistante, sino el de un gobierno que con la misma convicción por la cual prioriza la dignificación de la barbarie, se debe mostrar atento y receptivo de las particulares demandas de aquellos que, a su vez, corresponde que abandonen para siempre su atávica altanería cultural.