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Murió Sábato, ese uno que no halló en el universo

*Por Marcelo Zapata. Las muertes de Borges, Cortázar y Bioy, ocurridas en la segunda mitad del siglo XX, clausuraron el canon clásico de la literatura argentina contemporánea. La de Ernesto Sabato, ayer, pertenece a otro orden.

A diferencia de los anteriores, Sabato no tuvo (al decir de Borges) un destino literario, sino que fue escritor como una faceta más de su compleja y contradictoria personalidad, acaso más representativa del alma nacional que la de los anteriores. Si Borges admiró el coraje de la milonga, Sabato fue la encarnación de la ontológica queja del tango.

Para Sabato, escribir nunca fue un placer, sino un suplicio. Una actividad a la que lo impulsó esa insatisfacción perpetua que le provocaba no encontrar remanso ni ancla en la ciencia, en el arte o en la política. Su biografía, signada por inquietudes y bruscos cambios de rumbo ideológicos y existenciales, expresa esa lucha interior que llevó adelante como individuo público.

Sabato fue ese Uno que no encontraba paz en el Universo, y que graficó de manera tan diáfana en «Sobre héroes y tumbas» (1961), novela estructurada sobre contrastantes saltos narrativos que sólo superficialmente pudo ser juzgada en su momento como vanguardista.

Indiscutible forjador de un espacio intelectual propio desde el que logró ser escuchado y respetado por el gran público (su temprana obra ensayística, desde «Uno y el universo» y «Hombres y engranajes», además de sus conferencias y artículos, se produjeron en una Argentina que necesitaba de esa mirada crítica que no le daban ni las voces peronistas ni los «contreras» del grupo Florida), Sabato logró una llegada directa a la sociedad sin terminar de pertenecer a ningún colectivo.

Sus colegas científicos le dieron la espalda, indignados con la ruptura que, no sin valentía, había hecho con su brillante carrera internacional (física cuántica, radiaciones atómicas), pero eso no significó que su nueva vida como narrador y ensayista le representara la aceptación de sus nuevos y, desde luego, más mordaces pares, pese a que fue bajo el sello de «Sur», de Victoria Ocampo, donde apareció su primera nouvelle «El túnel» (1948).

Para entonces, y aun mucho antes de la existencia de una sociedad multimediática como la de hoy, Sabato ya era un referente gracias a algunos de esos gestos públicos: la ruptura con los laboratorios, posterior a la que ya había hecho con el comunismo stalinista de su juventud; el antiperonismo no «gorila» (siempre defendió a Evita), la vocación por la figura neorromántica y robinsoniana del escritor aislado de la sociedad y del confort. La adaptación al cine que León Klimovsky hizo de «El túnel», tres años después de su aparición, y el espaldarazo definitivo que le dio desde Francia Albert Camus, con sus recomendaciones y elogios, lograron la proeza de convertirlo en escritor definitivamente consagrado gracias a un afortunado cuento largo. El país tenía su primer existencialista.

Políticamente, su pasión por encontrar en vano un lugar en el cual sentirse cómodo lo llevó a un doloroso -una vez más- derrotero de apologías y rechazos. En verdad, nunca lo halló, y por eso el sentimiento apocalíptico (que trasuntó en la tercera y última novela de su breve obra narrativa, «Abbadón el exterminador», de 1974) y la predilección por el adjetivo «atroz» marcaron la segunda mitad de su existencia.

Su temprano comunismo, cortado de raíz ante los horrores del stalinismo que llegó a testimoniar de cerca (en ese sentido, fue mucho más honesto que Jean Paul Sartre), lo encaminó a un desencanto en el que buscó a tientas otras modalidades para la experiencia política. El frondicismo le dio un cargo diplomático como agregado cultural, pero tampoco allí encontró el camino, y terminó renunciando antes de cumplir un año en funciones.

Se arrepintió de muchas cosas, entre ellas la de haber sido interventor periodístico durante la Revolución Libertadora. En los años de plomo, el almuerzo que compartió en Casa de Gobierno con Borges y Esteban Ratti junto a Jorge Rafael Videla ocurrió en los primeros años de la dictadura, cuando él, como muchísimos otros en el país, no soportaba ya el infierno que se vivía en las postrimerías del isabelismo, y aunque su asistencia no fue un acto de adhesión o simpatía (como sí lo fue en el caso de Borges), es probable que le haya costado el Nobel al que fue propuesto en varias oportunidades.

Eso no hizo mella para que su nombre se convirtiera, en el albor de la democracia en 1983, en símbolo del inicio de los juicios a las juntas a través de la confección del «Nunca más» por expreso pedido de Raúl Alfonsín. Hace cinco años, sus facultades debilitadas por la edad y la enfermedad le evitaron tener mayor conciencia del revanchismo de estas épocas, cuando en la nueva edición de ese libro se hizo desaparecer su propio prólogo de 1984 porque adhería, según se dijo, a la «teoría de los dos demonios». El público, que nunca dejó de admirarlo, no pensaba lo mismo, y así se lo hizo saber a la hora de la despedida.

Sus demonios internos fueron otros, y fue tenaz para combatir contra ellos durante una vida centenaria: el sosiego de Santos Lugares, la pintura también solitaria, su mujer Matilde, las conversaciones circunstanciales y amables con el vecino ilustrado o no ilustrado le proporcionaron la calma que no halló en el mundo de los hombres y sus incomprensibles engranajes.