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La gran mutación

Si sólo fuera cuestión de la ralentización del ritmo de crecimiento o de la reducción no muy grande del ingreso per cápita que se ha registrado en algunos países.

Al fin y al cabo, todas las economías maduras evolucionan de manera cíclica y es normal que de vez en cuando la expansión se frene. Sin embargo, hasta los menos informados intuyen que se trata de algo más que un ajuste pasajero, como tantos otros que se han dado en el pasado reciente. Sucede que, luego de aproximadamente medio siglo caracterizado por la virtual seguridad de que a la mayoría abrumadora de los habitantes de los países avanzados les aguardaba un futuro más próspero, se ha difundido la sensación de que la utopía propuesta por los comprometidos con el Estado benefactor y que, hace apenas una década, pareció estar a punto de concretarse, no será alcanzada nunca y que –en términos sociales por lo menos– el siglo XXI se asemejará mucho al XIX, en el que una minoría sumamente rica vivía rodeada por una multitud de pobres e indigentes.

Puede que no se justifique el pesimismo extremo que se ha apoderado de tantos norteamericanos, europeos y japoneses que, exasperados por lo difícil que les está resultando superar los problemas actuales, sólo ven nubarrones en el horizonte, pero es innegable que se basa en algo más que el temor al cambio de los muchos que tendrán que adaptarse a circunstancias que no habían previsto y que, como es natural, son reacios a perder lo que suponen son derechos adquiridos. El envejecimiento rápido de casi todas las sociedades ha hecho insostenibles los generosos esquemas jubilatorios que se crearon cuando la realidad demográfica era distinta. El avance vertiginoso de la tecnología está eliminando una cantidad enorme de empleos de calidad, reemplazándolos por otros más humildes y, por lo común, peor remunerados. Y para colmo, gracias a las comunicaciones electrónicas instantáneas que tanto han contribuido a enriquecer la vida de la mayoría, no sólo las actividades productivas sino también muchas propias de profesionales óptimamente preparados están trasladándose a países como China y la India, en los que abundan los capaces de desempeñarlas a un costo que es llamativamente inferior al habitual en el mundo desarrollado.

La transformación que está en marcha está cavando un foso cada vez más profundo entre la minoría que se ha visto beneficiada por el cambio y la mayoría que, para su desconcierto, se siente marginada. Entre los perdedores están los acostumbrados a percibir buenos salarios en industrias y servicios que se han desactualizado en un lapso muy breve, los que dependían de inversiones en fondos que han sido devastados por las convulsiones financieras de los años últimos y, desde luego, decenas de millones de jóvenes que se habían preparado para entrar en el mercado laboral de hace apenas un lustro pero que por las razones que fueran no pueden abrirse camino en el que efectivamente existe a partir del estallido de la crisis. Los paliativos tradicionales ya no funcionan. En tiempos de austeridad fiscal, el sector público no puede crear "fuentes de trabajo" en cantidades suficientes como para satisfacer la demanda, mientras que las empresas privadas se han hecho mucho más exigentes que antes. La idea de que, la educación mediante, la vieja clase obrera pudiera convertirse en una clase media alta de diplomados universitarios en condiciones de merecer los salarios correspondientes y de "competir" ventajosamente con sus contemporáneos asiáticos, ha resultado ser una fantasía; sólo ha servido para modificar las expectativas de los productos de este experimento bienintencionado. ¿Se encontrará una salida al laberinto socioeconómico en que los países ricos se han metido? A esta altura, parece poco probable, lo que no debería ser motivo de satisfacción para los que, como la Argentina, han disfrutado últimamente de tasas de crecimiento elevadas, ya que, en el caso de que un día lograran alcanzar un nivel de ingresos comparable con los de Europa occidental, América del Norte y el Japón, tendrían que enfrentarse con los mismos problemas que, por desgracia, no son propios de modelos determinados sino del desarrollo como tal.