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El paso incansable de las estaciones

* Héctor M. Guyot. Un hombre, aunque ya haya jugado buena parte del partido, aunque el corazón parezca cansado, todavía tiene en su puño todas las posibilidades de su vida.

El chico mantiene la vista fija en el libro abierto, ajeno al paso de las estaciones. Alrededor, muchos duermen, los párpados pesados y la boca floja. Otros interrogan el paisaje que se descorre tras la ventanilla. Es temprano y nadie habla. Blackberry en mano, algunos responden los primeros correos del día. Algo nos hermana en el tren mañanero. El vagón vivorea y los cuerpos se mecen en una ajustada coreografía, espigas en un campo de trigo barrido por el viento.

En una sacudida, el chico levanta los brazos, y veo la tapa del libro: En el camino , de Jack Kerouac. Tiene unos veinte años. Viste un jean, una camisa, y carga una mochilita en la espalda. La afeitada limpia, los zapatos nuevos, la mirada transparente hacen pensar en una infancia de jardines y bicicletas, en colegios privados, en una adolescencia al reparo de las asperezas del mundo. ¿Qué hace con ese libro entre las manos? ¿Por qué no lee un tratado de marketing o un manual de computación? ¿Cómo llegó esa novela a su poder? ¿Qué efectos puede provocar en estos días esa prosa afiebrada?

Tan concentrado está en la lectura que puedo mirarlo sin disimulo. Imagino que esa historia desaforada de viajes y amistad, esa celebración del instante, esa sed que no se calma, le provoca algo parecido a lo que me provocó a mí hace treinta años. Imagino que deja atrás a su novia del secundario, sus estudios de ingeniería, la perplejidad de sus padres, y con un bolso liviano saca pasaje de ida para entregarse a caminos que lo llevarán lejos.

Imagino que andará por pueblos y ciudades donde recalará unos días, unas semanas; en todo caso, el tiempo justo para no acabar atado a nada y para conocerlos más con el ojo de la golondrina que pasa que con la gravedad de la repetición y la costumbre. Imagino que un día adivinará que esa distancia anula lo distintivo para reconocer una evidencia mayor: cada sitio es diferente, cada esquina tiene su color, pero la calle, la plaza, el banco de los amantes, los granos de arena que el padre echa en el balde del hijo y hasta la sonrisa de ese chico son siempre las mismas, igual en Denver que en Arequipa, igual en Recife que en Almería.

Cuando vuelva, meses después, años después, ya nada será igual. Conseguirá empleo. Estudiará. Conocerá una chica. Se casará. Tendrá un hijo. Otro. Con mucho esfuerzo, dejará el piso para mudarse a una casa con un pequeño jardín. Verá crecer las flores y las verá morir. Verá crecer a sus hijos. Y cuando lo adormezca la rutina, en el tren que tomará todos los días para ir a su trabajo encontrará, una mañana cualquiera, a un chico que lee el mismo libro que él leyó treinta años antes. Y sentirá que aunque ya haya jugado buena parte del partido, aunque el corazón parezca cansado, todavía tiene en su puño todas las posibilidades de su vida.