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El exceso de controles sólo consiguió hacer más transparentes las debilidades

Por Javier González Fraga* Cuenta un chiste que dos pescadores fueron al norte de Canadá, y estando en plena actividad, un enorme oso colorado salió del bosque y empezó a correr hacia ellos.

Mientras uno se ponía unas zapatillas, el otro, en pánico, le decía:

–¿Pero que hacés? ¡¡Este oso corre a 80 km por hora!!

–¡Yo sólo quiero ganarte a vos!

Lo que ha pasado en estas semanas en el mercado cambiario argentino tiene causas estructurales que vienen acumulándose desde hace algunos años, agravadas por la devaluación del real del Brasil, pero enfrentadas por un pésimo manejo por parte de las autoridades.

Por un lado tenemos, desde comienzos del 2006, la mayor apreciación cambiaria en la región, producto de una inflación que viene triplicando el ritmo de devaluación. Esta mayor inflación tiene causas monetarias y fiscales, y otras debidos a desmanejos del comercio agroindustrial. Esto fue relativamente manejable mientras el real de Brasil se apreciaba al mismo ritmo, aunque este fenómeno obedecía a razones muy distintas. Brasil estaba de moda en el mundo financiero, alcanzaba el ‘grado de inversión’, y también pagaba altas tasas de interés, uno de las mayores del mundo en términos reales.

La situación en la Argentina termina de complicarse cuando Brasil en septiembre baja las tasas de interés, y se produce la devaluación del real, decidida para recuperar la competitividad perdida. La Argentina queda entonces expuesta a sus propios problemas de competitividad especialmente en sus exportaciones industriales, que mayoritariamente están dirigidas al vecino país, y sin opciones fáciles porque no es sencillo devaluar la moneda cuando la inflación alcanza al 25% anual.

En ese contexto, se cometen muchos errores de manejo de la política cambiaria, ya que las autoridades económicas parecen querer perseguir dos objetivos simultáneamente: no perder reservas, y pretender que la cotización del peso se mantenga inalterada de acuerdo con una devaluación del orden del 6% anual.

Claramente, o se defienden las reservas, o se defiende el tipo de cambio; ambos objetivos no se pueden pretender, sin caer en controles que no hacen sino llamar la atención sobre las vulnerabilidades de la situación externa de nuestra economía.

Obviamente lo aconsejable hubiera sido, ya hace tiempo, encarar las decisiones para solucionar los desajustes de fondo, los que no son tan graves como los que en otras épocas hemos padecido los argentinos.

Lo ideal hubiera sido reconocer la inflación, sincerar el Indec, anunciar la voluntad de ajustar la política de subsidios, liberar las exportaciones y las importaciones, y en ese contexto permitir que el peso se ubique en un nivel más realista.

Haber hecho esto, a partir del rotundo apoyo obtenido el 23 de octubre, hubiera sido muy bien recibido por la sociedad, habría evitado el alza en las tasas de interés, y el consecuente enfriamiento de la economía, ese fantasma tan temido por las autoridades, y en el que finamente están sucumbiendo.En lugar de eso mandaron la gendarmería y a la Afip para tratar de desalentar la compra de dólares, y lograron todo lo contrario.

Los argentinos tenemos una historia de dolarización de nuestros ahorros, motivada por las devaluaciones, los ‘corralitos’, y los controles, pero desde el 2002 hasta el 2007 estuvo ‘dormida’ ante los evidentes aciertos macroeconómicos, y el realismo de las políticas económicas aplicadas.

En la crisis del 2008/09 se reinició la huida de capitales, pero aunque no desapareció completamente, disminuyó mucho a partir de la reactivación del 2010. Empezó a acelerarse nuevamente después del último verano, cuando fue evidente que en un período electoral las autoridades no se animarían a acelerar el ritmo de devaluación, pero que tendrían que hacer algo después de las elecciones.

La actuación de la Afip, con la excusa del lavado del dinero, logró que muchos argentinos, que no tenían pensado comprar dólares, averiguasen si podían hacerlo, y los comprasen si lograban la autorización. De repente el Banco Central empezó a actuar como si no tuviese tantos miles de millones de dólares en reservas, ya que sólo le preocupaba frenar las ventas y las salidas de dólares de las cuentas bancarias. Todo un error.

Si se estaba dispuesto a frenar la corrida sin devaluar, deberían haber ofrecido en venta no menos de 5.000 millones, y hacer que el dólar baje algunos centavos durante varios días. Así hubieran provocado que los exportadores se apresuren a vender, y con unos pocos cientos de millones hubieran detenido la corrida. Es una regla básica que los operadores cambiarios deben temer o por lo menos respetar al Banco Central.

Hay muchos ejemplos en nuestra historia cambiaria de episodios semejantes, solucionados con acciones contundentes del Banco Central. De lo contrario la corrida tiene una lógica propia, como en caso de los pescadores, que no respeta los datos macroeconómicos. (El Cronista)