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Delincuentes de gatillo fácil

*Por Pablo Sirvén. Los insultos destemplados, la mirada relampagueante, los empujones y las amenazas no son nada al lado del culatazo en la sien...

... que no llega a derribarla, pero que le parte en dos la ceja y le hace brotar un chorro de sangre incontenible. El simulacro de fusilamiento puede trocar inesperadamente en fusilamiento verdadero. El caño frío de la pistola pasa de la sien a la cara y de ahí, ya raspando, a jugar dentro de la boca de la atribulada víctima. Busca quebrarla, borrarle el último vestigio de resistencia. Debe entregarse a la voluntad suprema de su repentino amo, el Sr. Terror, que le ha arrancado su libertad y le impone un atroz cautiverio.

Si sale con vida, el trauma la acompañará hasta el fin de sus días. Pero también puede ser que su captor decida acribillarla hasta borrarle sus últimos signos vitales.

Por escenas como las que se acaban de describir, el gobierno de Raúl Alfonsín juzgó a las juntas de comandantes y a oficiales superiores y, desde 2003 hasta hoy, el kirchnerismo redobló sus esfuerzos para que quienes ocasionaron ese tipo de aberraciones paguen con la cárcel sus crímenes, agravados aún más por haberlos perpetrado en nombre del Estado.

Vuelva ahora el lector a releer los primeros párrafos de esta nota, pero imaginando una escenografía distinta, ya no la de un campo de concentración en tiempos de la dictadura, donde un uniformado ensoberbecido por la violencia se aprovecha de su víctima. Visualice, en cambio, una casa del conurbano o un departamento de un barrio porteño. Imagine que en vez de una detenida-desaparecida se trata de un ama de casa sorprendida en la calle, obligada, a punta de pistola, a facilitarle el ingreso en su hogar a uno o varios facinerosos.

En efecto, en los últimos años el modus operandi de la delincuencia común para obtener sus botines derrapa cada vez más al despliegue apocalíptico de la represión: operativos comando, uso de armamento de grueso calibre, modales de bestia, secuestros extorsivos, toma de rehenes, uso del terror como práctica habitual, ejecuciones sumarias, depravación sexual y sadismo hasta el grado de la amputación de dedos y puntazos, estrangulamientos o tiros de gracia. Si son ancianos o miembros de alguna colectividad, serán, tal vez, aún más violentados de palabra o de hecho. La aparición reciente de sicarios, con sus ajustes de cuentas, agrega otra cruel modalidad al mapa de violencia descripto.

El ladrón de otras épocas, asesino por excepción, ha desaparecido o perdió sus códigos porque la vida vale cada vez menos (y las penas con que se los castiga, también). Hoy hasta en el más simple ratero puede esconderse un monstruo enajenado por el paco, la desesperanza y la ausencia de un discurso social, lo que termina normalizando este tipo de situación.

Tiene mucha razón la presidenta de Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, cuando al referirse a la no menos terrorífica trata de personas, afirma que "los prostíbulos son pequeñas dictaduras feroces donde se somete y esclaviza".

Menos mal que ese tipo de delitos ha quedado fuera de la asombrosa tara emocional, psicológica e ideológica que el gobierno nacional y quienes más se identifican con él tienen hacia la delincuencia común, ante la cual suelen mostrarse inermes y bloqueados.

Es tan tabú el tema que hasta prefieren identificarlo como una bandera opositora o una mera inquietud reaccionaria de la derecha, como si el delincuente común, transfigurado en chacal, fuese a dispensar de golpear a un anciano, violar a una mujer o matar al que sea si proclaman a tiempo su progresismo.

Llama la atención que habiendo adoptado la delincuencia común exactamente los mismos procedimientos salvajes de la represión para sus rapiñas no provoquen mayor masa crítica en las discusiones públicas del oficialismo, al menos para mantener el tema presente en algunos de sus múltiples discursos, "conferencias de prensa" (con y sin preguntas) y la muy vista tanda de Fútbol para Todos.

Entiéndase bien: no se trata de producir mensajes estigmatizantes, por lo demás tan injustos, de la pobreza, y ni siquiera de cacería y persecución de los que ya han procedido de manera brutal, sino, al menos, de asumir el tratamiento de este delicado asunto en las escuelas, en la agenda de los comunicadores afines al Gobierno y en la clase política; falta concientizar de manera docente para que la sociedad, antes que el robo en sí mismo, repela como inaceptable este tipo de salvajismos.

Mirar para otro lado no sólo es interpretado por quienes cometen este tipo de atropellos como una señal de permisividad social que invita a la impunidad, sino que ni siquiera alcanza para ocultar un problema que, en el mejor de los casos, nos vive rozando todo el tiempo. ¿Quién no tiene al menos un conocido o un familiar que no haya sufrido en carne propia alguno de estos traumáticos atropellos?

La filósofa Diana Cohen Agrest, madre de Ezequiel, que hace nueve meses perdió la vida por un celular y unos pocos pesos (y cuyo asesino acaba de ser condenado a cadena perpetua), recordaba hace unos días en esta misma página que "desde 2000 hasta hoy la violencia salvaje de la delincuencia se cobró la vida de 32.000 personas en la Argentina", una cifra superior a los 30.000 desaparecidos de la dictadura militar que estiman los organismos de derechos humanos.

Los secuestros de los grupos de tareas, antes de 1983, no sólo buscaban escarmentar puntualmente a sus indefensas víctimas, sino también sembrar el terror entre sus allegados y que el "boca en boca" esparciera el terror en el resto de la sociedad.

La delincuencia común funciona con el mismo código: quien intente resistir un asalto, tiene altísimas probabilidades de ser asesinado. La "ley marcial" es pues aplicada a rajatabla y sin contemplaciones para escarmiento del que se rebela, pero también para que se sepa y predisponga a la más absoluta docilidad al próximo; otra vez el terror, esparcido socialmente. Y todos callados aceptando, con sorprendente mansedumbre, esa "pena de muerte", impuesta por el hampa.

Según Diana Cohen Agrest, "estudios estadísticos mostraron que cada muerte afecta la vida de otras 128 personas. Y que cuanto más joven es quien falleció, más personas se enlutan con la pérdida". Gente que queda temerosa, desconfiada, replegada socialmente, cuando no resentida. ¿Cuál es el impacto que esto (exacerbado, ciertamente, por el repetido machaque amarillista y acrítico de algunos medios) provoca sobre el tejido social?

Mientras el Estado se tomó casi treinta años en digerir la tragedia de los 70 y en escarmentar, como corresponde, definitivamente a quienes causaron la peor parte de ese mal, los delitos comunes comprobados no son tratados con la misma mano severa y, por eso, el escenario de un nuevo drama nacional, esta vez en cuotas y asordinado, ha comenzado a levantarse de nuevo de manera implacable y creciente.

No hay más que repasar los casos más resonantes de los últimos años para comprobar que la mayoría de ellos fueron perpetrados por reincidentes. Tragedias que se podrían haber evitado si las penas originales se hubiesen respetado.

"La tendencia a la interpretación de las leyes penales de una manera cada vez más favorable al imputado, conocida como «garantismo» -apunta el fiscal general ante la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal, Ricardo Sáenz-, acentúa las interpretaciones a favor de la libertad de los imputados durante el proceso, o de calificaciones legales de los hechos menos gravosas, fundadas en una teoría que tiende, prácticamente, al abolicionismo del derecho penal."

Agrega Sáenz que en los últimos veinte años "el llamado dos por uno, libertades vigiladas, anticipadas, domiciliarias, morigeradas, liberados con pulseritas y un largo etcétera llevan a que las penas no se cumplan como son dictadas, a que la prisión perpetua sea un eufemismo y a que los delincuentes sepan que si cometen un delito, primero deben ser descubiertos y, si lo son, tienen altas probabilidades de no ir a prisión o ir por poco tiempo".

El "garantismo" justifica su blanda mirada sobre el delincuente común al culpar a las sociedades de fomentar iniquidades que se expresan después en este tipo de mortífera marginalidad.

Aunque ese razonamiento fuese completamente cierto y no, como lo es, bastante discriminador hacia quienes por más pobres que sean nunca se les ocurriría levantar la mano contra sus prójimos, eso sería como justificar la acción de los represores por la formación autoritaria que recibieron en los colegios militares y las propias injusticias que habrán soportado en nombre del "derecho de piso" por parte de sus superiores cuando eran cadetes y cuyo resultado pudo haber derivado en la conformación de personalidades mesiánicas y pervertidas.

Así como los planes de estudios de la carrera castrense se han modificado al limar sus aspectos autoritarios y al poner el énfasis en el respeto a los derechos humanos, es necesario un esfuerzo público similar para poner al descubierto y condenar socialmente la génesis de la lacra que violenta y martiriza a nuestra sociedad. No hacerlo es marchar a la deriva, en tanto que el tema se invisibiliza en su prevención y sólo se manifiesta fugazmente cuando una nueva vida es tronchada (momento en que se alimentan inconducentes e inconsistentes sentimientos de venganza que quedan flotando, enrareciendo el clima social).

Los accidentes viales vienen disminuyendo no por casualidad: desde hace años, son cada vez más intensas las campañas de concientización en medios de comunicación masivos, además de la acción persistente de organizaciones no gubernamentales y los crecientes controles callejeros policiales para que se reduzca la velocidad y nadie maneje alcoholizado.

En el informe anual 2011 del Observatorio de Derechos Humanos de la Ciudad de Buenos Aires se alerta sobre los casos de "gatillo fácil" de la policía, que, por supuesto, deben ser severamente castigados, pero nada se dice de las víctimas de una delincuencia, cuya ferocidad va in crescendo .

El filósofo Paul Ricoeur, también citado por Diana Cohen Agrest en estas páginas, apunta que el castigo es la intersección "que ensambla la fractura entre el mal cometido y el mal sufrido".

Que el Código Penal funcione, y bien, cuando se encuentre al culpable de cada crimen. Y que la pena se cumpla sin contemplaciones en tanto se destruyen -de verdad- los nidos de estrecha connivencia entre hampa, pobreza, policía, política y tribunales. Pero hay mucho más por hacer para evitar que se cometan los delitos.

Si los políticos, los maestros, los publicitarios, los periodistas y todos nos mostrásemos más inquietos y enfáticos en trasladar el discurso de los derechos humanos a este ámbito, la consigna reiterada primero desalentaría a los grupos de riesgo (a los que habría que fortalecer más social y educativamente para alejarlos definitivamente de ese abismo, con más políticas inclusivas) y después terminaría llegando hasta los más temibles tugurios y aguantaderos de delincuentes, a los que, tal vez, les daríamos de esta manera la oportunidad de reflexionar sobre si, aun para robar, es imprescindible mutar a ser abominable.

Nada de esto será posible si la política de seguridad del Gobierno persiste en su actual paradoja: Estado ausente.